Reflexiones de un miércoles cualquiera
Tener 30 años es una puta mierda. Sí, lo es, puedo asegurarlo sin el más mínimo paño caliente, sin que realizar esta manifestación signifique que no sea feliz, que esté sumido en una depresión o que no disfrute de esta etapa de mi vida. Sólo es una verdad empírica. Quien más y quien menos tiene que estar día a día pendiente de gastos diversos, de obligaciones laborales, conyugales y económicas, de marrones casi negros en el trabajo, de una vida adulta que pretende cortar nuestras alas para reducirnos a una tener una vida gris, monótona, clásica, normal, formal, y todas esa basura que nos pretenden vender como madurez vital. Pues no. Eso es una mierda. Una putísima mierda.
No hace tanto, mi único objetivo en esta vida era gozar. Gozar de música, gozar de hermosas chicas, gozar de fiesta, gozar de colegas, alcohol y absoluta libertad de movimientos. De hecho, yo considero que el objetivo de esta travesía vital es y debe ser ese: buscar el placer. El sufrimiento viene solo, pero el placer hay que buscarlo. Y cuando palmemos, lo único que recordaremos cuando estemos estirando la pata serán aquellos momentos inolvidables que provocaron que la nuestra haya valido la pena. No recordaremos suspender un examen, una bronca del jefe, una patada en los cojones o un atraco en una oscura esquina, sino un polvazo brutal, una fiesta demencial, una canción que te provoca taquicardias o la carcajada de un amigo tras haber hecho algún disparate absurdo que, por lo general, suele ser inmoral o ilegal. Esos momentos.
Cuando uno entra en esta fase de adultez, el objetivo se mantiene, pero su consecución se reduce a pequeñas esferas temporales. Ya sé que cuando eres un adolescente sin pelambrera en los aparejos te parece que ir al colegio, o al instituto, es una tortura, pero en el fondo aquello era poco menos que un camino de rosas. Cuando uno tiene responsabilidades más acuciantes que ir a clase a dibujar dinosaurios en un papel mientras la profesora de catalán te explica los detestables “pronoms febles”, aquello te parece una bendición de los Dioses. Y, desde luego, uno vivía más tranquilo sin comprender qué demonios decían los contertulios políticos, los opinadotes y periodistas, y toda esa amalgama de perfectos imbéciles que, a día de hoy, te hacen desear irte a tomar por culo. O que se vayan ellos a esa misma ubicación. En el fondo, es lo mismo.
Y ahí la música juega un papel absolutamente esencial. Hay muchas veces que sólo la música es capaz de darte tu dosis de placer diario. No sólo la música es capaz de ello, en efecto, sino que el café mañanero, el cigarrito en el descanso, tumbarte en el sofa a leer un rato, una fugaz charla con tu pareja o con un amigo, o jugar un rato con tu animal de compañía también juegan su papel, pero la música necesita muy poco para conseguir ese objetivo. Yo hoy he tenido un día muy duro en todos los aspectos, pero… ahora mismo os escribo con una absoluta sonrisa. Sí, vale, la cerveza Montseny IPA natural que me acabo de meter entre pecho y espalda también tiene algo que ver, pero la canción que os pondré a continuación ha sido la responsable principal.
NAKATOMI - CHILDREN OF THE NIGTH
Así que cuando lleguéis a casa, cuando os mosquee el jefe, cuando no lleguéis a fin de mes, cuando os duela la espalda de estar frente a un ordenador más horas de las recomendables, o una gigantesca montaña de platos sucios os esperen para ser limpiados pese al cansancio, daros unos minutos. Poneros una canción. Cerrad los ojos. Volad. Olvidad. Soñad. Los 30 son una puta mierda, pero la música nos acompañará durante toda la vida. Y las ganas de romper con todo, de ser libres, de pensar por nosotros mismos, de no ser unas meras máquinas programadas para tener una vida gris. Vivan los putos colores. Con 15 años, con 30 y con 70 años.
Y viva la cerveza, claro. Pero eso no creo que necesitéis proclarmarlo.