La penúltima
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Más de dos años. No es que yo sea persona que, a mi edad y con mi criterio, todavía habitúe a ir de discotecas cada semana, ni tan siquiera cada mes, prefiriendo a estas alturas de mi vida otras actividades; pero desde que cumplí los 16 años, jamás había estado tanto tiempo sin pisar una discoteca. Más de dos años. Dos años de pandemia, de restricciones, de cierres, de aislamiento, de cuarentenas… dos años que se han esfumado y que ya no recuperaremos. Por supuesto, intentaremos volver a la normalidad después de esta sexta y parece que última ola de COVID-19, pero ya nada será igual. Nosotros no lo somos. Y las discotecas, seguramente, tampoco.
El día 1 de febrero de 2020, poco imaginaba yo que iba a empezar este artículo de este modo. Tampoco imaginaba ese día acabar en una discoteca, pues estaba cansado, algo resacoso y sin ningunas ganas de ir; pero, al final, las mejores fiestas siempre empiezan así o con la manida frase de “sólo me tomo una”, ¿verdad?. Y así fue. Sobre las 20.00h, salimos de Cerdanyola, aparcamos el coche en el barrio de Guinardó y el metro de Barcelona nos llevó hasta Plaza España, donde dimos buena cuenta de una botella de ginebra y de más tabaco del necesario bajo unas sombras cercanas a la Fuente de Montjüic, evitando la indiscreta mirada de la policía. Risas, conversaciones sobe viajes, buen rollo, cubata va, cubata viene; en fin, lo que viene siendo un botellón al uso, canónico, de los de antes: clandestino, pequeño y oculto, sin aspavientos ni alaridos, nada que ver con los botellones multitudinarios absurdos que se han puesto de moda actualmente. Una previa en condiciones.
Curiosamente, la última vez que fui a una discoteca fue también la primera vez que fui a esa discoteca, pues a pesar de haber oído hablar de ella en numerosas ocasiones, nunca me había aventurado a ir: InPut Barcelona (High Fidelity Dance Club). Techno, me decían, por lo que me cuadraba música y paisanaje, toda vez que, en esa zona de Barcelona, los extranjeros seríamos nosotros. Ambiente guiri, pero elegante, nada de antros pachangueros sucios y decadentes de las Torres Mapfre. Así que, tras la satisfactoria previa, subimos andando por la carretera que lleva al Palau Sant Jordi hasta adentrarnos en el Poble Espanyol a través de la majestuosa Puerta de Ávila, que imita la muralla medieval de la ciudad de nombre homónimo.
Poco esperaba yo que la última -penúltima, perdón, voy a utilizar el mismo recurso que con las copas- discoteca que iba a pisar en mucho tiempo me iba a alucinar hasta ese punto. Os lo aseguro. A estas alturas, repito, de mi vida, creo que habré pisado más de 40 salas de baile en más de 6 provincias españolas, sin olvidar el extranjero, los conciertos, los festivales y, en fin, todo un crisol de lugares de ocio nocturno; pero pocas veces había sentido lo que me ofreció Input. Era una discoteca total. Un equipo de sonido espectacular, el mejor que he visto en mi vida. Un equipo de luces y efectos que parecía, literalmente, una nave espacial. Una sala circular, llena de gente, en cuyo interior te sumergías en un mundo paralelo, con cada bombo golpeando tu pecho como un puñetazo. Así que, tras la ruta de reconocimiento habitual, pedirme un cubata y tomarme un chupito –de jägermeister, seguramente, no estoy seguro-, me introduje en el gentío para empezar a volar. Literalmente.
Pinchaba un tal Fideles. Techno melódico, no desprovisto de contundente bombo, que te hacía moverte sin necesidad de que le pusieras voluntad. La música se introducía en tu interior y te hacía fluir en una sala llena hasta los topes de personajes de toda condición que, en el mejor de los casos, movían la mandíbula por encima de sus posibilidades. No era mi caso, claro, yo con unos cuantos cubatas, un chupito y un par de caladas a un porro era feliz, no necesitaba más que música y más música. Melodías. Bombos. Psicodelia. Miraba a mi alrededor y las canciones iban pasando, junto con el tiempo, sin que me diera cuenta. Una verdadera experiencia.
La noche acabó de manera abrupta cuando la prima de uno de mis amigos, que había venido de Granada, detectó que le habían robado el teléfono móvil. Una gran putada que intentamos subsanar sin éxito con los porteros de la discoteca y que nos hizo abandonar la sala antes de lo previsto dirección a la comisaría de Plaza España. Al parecer, el paraíso de las discotecas también era el paraíso del ladronicio, pues había grupos organizados que se dedicaban a sisar móviles principalmente a los guiris y éramos como los cuartos que denunciábamos esta mierda esa misma noche. Así que jodidos, con un mal sabor de boca pese al festival que habíamos vivido, pillamos un taxi y volvimos a Cerdanyola, prometiendo volver en cuanto fuera posible; eso sí, con los móviles a buen recaudo.
Prácticamente una semana después, moría la primera persona de COVID-19 en España y, aunque todavía no lo sabíamos, nuestro mundo iba a cambiar por completo. Y esta discoteca, esta fiesta, esta noche, iba a ser la última noche normal de otras tantas noches que íbamos a pasar confinados, con el ocio nocturno clausurado, escuchando música desde nuestra casa, limitando el contacto humano, sometidos a un bélico toque de queda… y dejando promesas, ilusiones y fiestas en un cajón, encerradas, buscando mejores momentos.
Tenía que hacerlo y lo he hecho. Un homenaje a esta sala, a esta música, a ese dj, a esta noche. A la penúltima. Desde luego, no le podré devolverle el teléfono móvil a Nieves, pero puedo tratar de recuperar la esencia de ese día, lo que significó para mí, lo que ha supuesto durante estos últimos dos años. Y espero haber estado a la altura.
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