Historias de España - El ranciofact de Puerto Hurraco (1990)
De pequeño, recuerdo que siempre había un ejemplar semanal de El Jueves en el despacho de mi padre. Yo sabía que no era una revista para niños, pues alguna vez había recibido una reprimenda por ojear esa revista, u otras en las que había anuncios eróticos o chistes obscenos, pero me daba igual; siempre he tenido un problema con la autoridad y cuanto más me prohíbes algo, más lo hago, y si se trata de algo inapropiado, o sexual, me siento atraído poderosamente como un mosquito a un farolillo. Y más si, como en el caso de El Jueves, en su interior encontraba cómics y dibujos que me gustaban mucho y me hacían reír, aunque en ocasiones no entendía ni una palabra de lo que decían las viñetas. Recuerdo que me gustaban mucho las historietas de ¡Dios Mío!, con ese Dios barbudo en zapatillas y un triángulo sobre la cabeza que se dedicaba a hacer siempre lo que le venía en gana. Bueno, y qué decir del sargento Arensivia y el genial cómic de Historias de la puta mili. Qué tiempos, oigan.
Con el tiempo, mi padre dejó de comprar la revista y yo olvidé mi gusto por El Jueves y otras revistas de mayores que no debían estar a mi alcance pero que hacían mis delicias, pues encontré otro filón que era más adecuado para mi edad: Mortadelo y Filemón. Ibáñez llenó de risas los últimos estertores de mi niñez y mi temprana adolescencia. Y lo sigue haciendo, como no podría ser de otra manera. Pero entonces apareció Pedro Vera y lo cambió todo. Entraron en escena Ortega y Pacheco.
El dibujo extravagante y esperpéntico de estos personajes casposos y chabacanos haciendo el cateto en cada viñeta me provocaban una hilaridad sin precedentes. Los caretos, por favor, cómo me hacían reír. No sólo los de los propios Ortega y Pacheco, sino los del resto de personajes. La Pesteban, por ejemplo, era canela en rama. Esos ojos desorbitados, esas bocas que dejaban entrever dientes de menos o dentaduras podridas, esos rostros de verdadera subnormalidad emulando a famosos, políticos o cualquier ente rancio de nuestra sociedad. Esas historias surrealistas de simpleza pueblerina. Esa crítica social, que no faltaba. Y la prosa de Pedro Vera, que intercalaba jerga bellotera con frases de exquisita redacción. Una maravilla en estos tiempos que pretenden limitar el humor y enclaustrarlo dentro de los estrechos cánones de lo políticamente correcto.
Y para rematar la faena llegaron los Ranciofacts. La ópera prima de Pedro Vera. La recopilación más casposa e hilarante de la historia que tanto engloba situaciones absurdas de tan cotidianas con frases manidas, lugares comunes e hitos de la estupidez humana. Os lo juro, mi mujer muchas veces ha estado a punto de llamar a un frenopático a que me internaran por estar riendo como si no hubiera un mañana mirando el jeto de un personaje mientras leo la frase rancia de turno. Es un delirio constante. Sobre todo, cuando te das cuenta que en primer rancio eres tú, puesto que en el fondo la saga de Ranciofacts es una monstruosa autocrítica de la que nadie se salva. Y es que "eso es como todo", "que diría aquél".
Pero claro, todo artista tiene su musa. Su inspiración. ¿De dónde sacó Pedro Vera la inspiración para crear a los morcillescos y garbanceros Ortega y Pacheco? Podrían ser perfectamente dos personajes random, extraídos de cualquier bar con fotos de toreros o de un lupanar rural, con olor a carajillo y puros Farias; pero no lo son. O, mejor dicho, no son sólo eso, pues la apariencia y la cerrilidad congénita de Ortega y Pacheco tienen una inspiración muy clara que ha señalado el propio autor: los hermanos Izquierdo de la matanza de Puerto Hurraco. Basta con verlos para entenderlo. Son la gañanía personificada. Cenutrios que combinan botijo y unicejismo con miradas torvas y expresión necia.
Como un servidor es de naturaleza curiosa, al conocer este hecho no pude sino interesarme por el suceso de Puerto Hurraco. Me sonaba, sí, tenía algún dato en la cabeza, pero no conocía en profundidad qué había sucedido en ese pueblo pacense (os vais a hartar mucho de ranciofacts narrativos, aviso a navegantes. Joder, lo he vuelto a hacer.). Realizadas las indagaciones oportunas, pude comprobar que esta masacre forma parte de la más negra historia de España y que no tuvo lugar en tiempos pretéritos, sino a principios de los años 90 del pasado siglo XX. Me llamó poderosamente la atención y decidí investigar a fondo: qué había pasado, cómo y sobre todo por qué. Qué puede llevar a dos personas a asesinar a varias personas a sangre fría, qué motivos lo justifican, es algo que siempre me ha hecho rebanarme los sesos, pues soy incapaz de comprenderlo. Por eso es importante el contexto, la época, los antecedentes. No para entenderlo, sino para explicarlo.
La masacre de Puerto Hurraco
Previamente a iniciar el relato de los hechos, es preciso que nos ubiquemos a nivel telúrico: El suceso tuvo lugar en la pedanía de Puerto Hurraco, una aldea extremeña que se encuentra en la Provincia de Badajoz y que pertenece al municipio de Benquerencia de la Serena. Está enclavado en la zona este de la Provincia de Badajoz; para que nos entendamos, más cerca de Córdoba que de Portugal. Según el Instituto Nacional de Estadística, la población oscila entre los 75 y los 170 habitantes. Vamos, que hablamos de un enclave poblacional minúsculo a 140 kilómetros de Cáceres, con un ambiente absolutamente rural, empobrecido y sometido, por tanto, a fuerzas vivas que los habitantes de las ciudades no comprendemos; o que hemos olvidado. En ocasiones para bien; y en otras para mal.
A nivel temporal, el suceso tuvo lugar en verano de 1990, pese a que el origen de lo acontecido, según las fuentes consultadas, y tal y como veremos, es muy anterior. ¿Qué pasaba en aquélla época? Con Felipe González a la cabeza, el PSOE había ganado por tercera vez consecutiva las elecciones generales y toda la nación se preparaba para los Juegos Olímpicos que se iban a celebrar en Barcelona en el año 1992. Por lo general, España estaba abriéndose camino dentro de la Europa moderna, tras haber entrado en la Unión Europea y meterse de lleno en el auge económico que impulsaría a toda la nación durante la última década del siglo XX: el PIB del año 1990 había duplicado el PIB de 1980 e iba a duplicarse nuevamente en la siguiente década, alcanzando el medio billón de euros al año. Vamos, que las cosas, más o menos, y a nivel general, iban bien, como diría años más tardes un bigotudo de ingrato recuerdo. Servidor tenía cinco años. Quién los tuviera de nuevo.
Y, por supuesto, debemos fijar el espectro personal del suceso: qué personajes van a interpretar la macabra obra. Pues bien, como en Romeo y Julieta pero con botijo y una sola ceja, en Puerto Hurraco encontramos dos familias enfrentadas durante dos generaciones que actuarán en concepto de protagonistas: La familia Cabanillas (llamados vulgarmente como los “Amadeos") y la familia Izquierdo (llamados vulgarmente los "Patas Pelás"). Unas gentes rurales que, a la vista de sus fotos, dejan entrever visceralidad, necedad supina y odio intestino. La España profunda de la siete muelles.
Con este tablero de juego, ¿qué puede salir mal? Pues todo, por supuesto. Absolutamente todo. Empecemos por los orígenes: según el periódico El País, el enfrentamiento iracundo entre las familias Cabanillas e Izquierdo no se remonta a los años 60, como se acostumbra a decir, sino que esta tortuosa relación entre familias comenzó a dar sus primeros pasos nada menos que en 1920; esto es, 70 años antes de que tuviera lugar la masacre de Puerto Hurraco. Como vemos, hay odios tan profundos que traspasan generaciones y que pueden llegar hasta las siete décadas, que se dice pronto. El caso es que los antecedentes son de aúpa:
- Año 1920: La chavalada de ambas familias se lía a hostia viva entre ellos y algunos de ellos amenazan con el uso de las armas para resolver el conflicto. Queda en nada, pero da el pistoletazo de salida al odio visceral entre ambas familias. Comienza el show.
- Año 1928: Luis Cabanillas apuñala en el cuello a Alejandro García Izquierdo con una navaja por un lío de faldas con su hermana.
- Año 1935: Daniel Izquierdo pega una paliza que casi acaba con la vida de Basilio Cabanillas. Otro lío de faldas.
Vamos, que como vemos, la cosa iba de enaguas. No por ponerlas, ni por quitarlas, claro, ni siquiera por un casto beso en la mejilla, sino por el honor quebrantado por el pacato cortejo de éste o aquél familiar. Y, por supuesto, todo ello se resolvía al modo habitual en estas lides: a mamporro limpio y, si se tercia, a albaceteña. Gañanería en estado puro. De hecho, es que me lo imagino: “A la Juanaca ni me la mires, so mierda”; “Si no la miro yo no la mira ni el cura en sagrada confesión, cabrón”. Y ya la tenemos liada. Suma y sigue.
La segunda generación de “amadeos” y “pataspelás” mantuvieron el mismo nivel de cerrazón y garrulez; igualmente con mujeres de por medio. El problema es que, a finales de la década de los 70, se produjo la primera consecuencia irreversible: el primer muerto. La cosa seguía yendo de faldas, pero en sentido inverso, ya que fue el varón el que rechazó a la mujer: Amadeo Cabanillas no quiso casarse con Luciana Izquierdo. Este rechazo generó un grave estado de resentimiento por parte de Luciana, cuyo nombre no debéis olvidar por la importancia que tendrá en el cénit del relato; resentimiento que impregnó a su hermano mayor, Jerónimo Izquierdo, que no era hombre de guardar las formas. El odio iba cogiendo forma, acrecentándose, y finalmente se materializó con un navajazo mortal asestado por Jerónimo a Amadeo en el cuello por un turbio asunto de lindes de terruño. La información sobre el móvil del asesinato no es demasiado clara según las fuentes, no se sabe si este asunto del linde del terruño fue el móvil real o sencillamente el desencadenante, pero con los antecedentes machistas y cenutrios de defensa del honor de féminas cejijuntas, a mí me parece más plausible que todo fuera motivado por el roto corazón de Luciana.
Evidentemente, Jerónimo Izquierdo fue acusado de asesinato y condenado a 14 años de cárcel, que cumpliría en un presidio sito en la localidad cercana de Monterrubio. Sus cuatro hermanos, Emilio, Antonio, Ángela y la ya mencionada Luciana Izquierdo, según relata una noticia del periódico ABC, fueron expulsados del pueblo y tuvieron que abandonar Puerto Hurraco, asentándose en la localidad de Monterrubio, en la que cumplía condena el hermano mayor, Jerónimo. La madre de todos ellos, Isabel Izquierdo, se quedó en el pueblo. Y hubo paz. Una paz relativa, tensa, derivada más de la distancia que de una resolución de los problemas existentes entre las familias. El odio seguía carcomiendo sus entrañas y tardaría más de 20 años en volver a hacer acto de presencia.
Y llegó el año 1984. Un incendio se desata en la morada de Isabel Izquierdo, que era la única miembro de la familia que todavía mantenía su vivienda en Puerto Hurraco. Según narran las fuentes consultadas, se dio más prioridad a salvar los bienes materiales que a la Sra. Izquierdo, que murió en este incendio; o al menos eso dijeron sus hijos… pues culparon de la muerte de la Sra. Izquierdo a todo Puerto Hurraco y, especialmente, como no podría ser de otra manera, a la familia Cabanillas. Y Jerónimo, que había salido de la cárcel, no se quedó ocioso: sacó de nuevo a pasear la siete muelles y apuñaló a Antonio Cabanillas, al que acusaba de haber provocado el incendio. La paz tensa estalló por los aires.
Las piezas estaban sobre el tablero. Peones, torres y caballos habían cogido posiciones. Se avecinaba el jaque mate. Las hermanas Izquierdo comenzaron a entrar en un estado de paranoia que rozaba la locura, pensando que la familia Cabanillas iba a por ellas. La tensión en el domicilio de los hermanos Izquierdo no hacía sino acrecentarse y más tras la muerte de Jerónimo en una institución mental. Décadas de odio, cuchilladas, muertes e incendios. Y llegó el día.
Atardecía en un apacible domingo en Puerto Hurraco. Era 26 de agosto del año 1990. Nadie en el pueblo imaginaba que, en Monterrubio, Emilio y Antonio Izquierdo se habían vestido de cazadores, se habían cargado con más de 300 cartuchos, habían cogido una escopeta de postas cada uno de ellos y habían comentado a sus hermanas, como quien no quiere la cosa, que iban a cazar tórtolas. Con esa frialdad y con un único objetivo, que no era otro que disparar a quemarropa contra todo Cabanillas que se encontraran y especialmente contra Antonio Cabanillas, se desplazaron a Puerto Hurraco. Iniciaron el desacenso hacia el centro del pueblo por la Calle Carrera con las escopetas cargadas a eso de las 22:30. Sonaron los disparos.
Sobre lo sucedido hay numerosos reportes de prensa, que seguramente lo narrarán mejor que yo, e incluso podéis recurrir a la película El Séptimo día, que dramatizó los hechos con una precisión brutal; el caso es que, tras disparar a diestro y siniestro por todo el pueblo de Puerto Hurraco, asesinaron a 9 personas y dejaron heridas a otras tantas en diferentes estados de gravedad. Para que os hagáis una idea del horror que se vivió aquel fatídico día, sólo diré que estos desgraciados, pues no se les puede llamar de otro modo, iniciaron su escopetada matando a dos niñas de 13 y 14 años y dejaron a un niño de 6 años parapléjico. E iban diciendo, entre disparo y disparo, “esto vengo esperando desde hace seis años”.
A pesar de que ambos se echaron al monte con el objeto de escapar de la justicia, fueron apresados y puestos a disposición judicial. A la vista de sus intervenciones en el seno del juicio, se puso de manifiesto su cerrilidad y pocas luces. El propio Emilio Izquierdo, que se ufanaba a señalar que era una persona honrada, dijo que “yo maté en un momento que tenía la cabeza en blanco y que no sabía lo que hacía (…) Yo no he pensado nunca, nunca, por nunca, de matar. Nunca por nunca he pensado de matar (…) Pienso que estaban tapando la muerte de mi madre porque además el pueblo decía que no se aclaraba porque había sido que el juez había estado conforme (…) Yo tenía la mente en blanco y no sé ni por dónde entré y por dónde salí… me están diciendo unas cosas Ustedes que me están arrevolviendo el cuerpo”. La estupidez que transmitían con sus declaraciones y con sus rostros agañanados daban buena fe de los viscerales instintos que los habían llevado a poner un punto final sangriento a décadas de odios.
Si bien no se pudo demostrar en sede judicial, quedó patente que las instigadoras del crimen fueron las hermanas Izquierdo; tanto Luciana, a la que ya nos hemos referido anteriormente, como Ángela. Su obsesión con la familia Cabanillas era enfermiza y utilizaron a sus dos hermanos para que defendieran el honor de la familia, y el suyo propio, con un baño de sangre. Como vemos, cerramos el círculo: por líos de faldas comenzó todo y por orden de las hermanas Izquierdo acabó todo. El porqué de todo ello, que me rebanaba los sesos antes de meterme de ello en este suceso, es tan sencillo como brutal: simple y llanamente la ignorancia. Gentes sin medios intelectuales que solucionan de manera salvaje sus querellas, reales o ficticias.
En definitiva, estos dos cenutrios, que llevaron su estupidez al máximo nivel de psicopatía, son buenos representantes del cabestro español medio del algunos que tratamos de huir desde hace décadas. Del tipo ignorante, violento, visceral y ausente de empatía y buenos sentimientos que es capaz de cualquier tropelía y que, además, se enorgullece de ello. El tipo de personajes que, con su ironía infinita, nos enseña Pedro Vera en viñetas de cómic, con el objeto de causarnos hilaridad, pero también de advertirnos de su presencia. Todos tenemos un pacheco dentro, todos somos un poco rancios; pero si nos miramos en el espejo, quizás conseguimos que sucesos como el de Puerto Hurraco nunca vuelvan a suceder.