Historias de España - ¡Viva la Pepa! (1812) (IV)
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La felicidad nacional
¿Qué es la felicidad? Según la R.A.E., esta voz castellana significa, en su primera acepción, “un estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien”. ¿Un bien? ¿Necesitamos estar en posesión de un bien para ser felices? Si bien es cierto que no se especifica si el bien debe ser físico o etéreo, parece que sí que se exige, según esta acepción, estar en posesión de algo, sea lo que sea. Y eso no siempre es necesario, ¿verdad? Quizás debemos enfocarnos en su segunda acepción: “Satisfacción, gusto, contento”. A mí no me gustan las descripciones que se remiten a otros términos similares, pero, en el fondo, una persona feliz no puede sino estar satisfecha, gustosa y contenta. Pero no me convence. ¿Y si buscamos la palabra feliz? “Que tiene felicidad”, reza la R.A.E., quedándose más ancha que la Castilla que da nombre a su idioma. Tócate los huevos. Desde luego, leer esto no me hace poseedor de ningún bien que me complazca ni me produce gustosidad.
Seguramente me diréis, a ver, Sergio, tampoco es necesario que nadie defina qué es la felicidad, puesto que todos la hemos sentido en un momento u otro de nuestra existencia. Sabemos lo que es, aunque no podamos describirla. Al final, es un estado de ánimo y, por tanto, subjetivo, por lo que tratar de objetivizarlo siempre acarrea problemáticas conceptuales. Seguramente, habrá quien interprete que la felicidad es una inyección constante de endorfinas, con independencia de cualquier evento exterior a su propio cuerpo; dicho de otro modo, que la felicidad es puro y simple placer. Otras personas seguramente interpretarán este concepto como la consecución de una meta especialmente deseada que les reportará una satisfacción plena; vamos, que consideran que la felicidad tiene una vocación finalista. Alcanzada dicha meta y esfumada la felicidad plena, se darán cuenta que yerran el tiro, pues la existencia no es estática y nada es definitivo -mucho menos la felicidad-, pero hasta tanto, así lo cree mucha gente. Por supuesto, habrá quien vincule su felicidad al sexo, o a la música, o al consumo excesivo de queso (yo me cuento entre estos últimos). No me cabe duda que alguien sentirá felicidad por la infelicidad ajena. O incluso por la propia: para muestra, escuchaos la canción "Qué bien tan mal" de Ojete Calor.
Ni que decirlo tendría, pero numerosos filósofos también han abordado esta cuestión, como Aristóteles (“las personas felices deben poseer tres especies de bienes: externos, del cuerpo y del alma”), Leibniz el pelucas (“la felicidad es un placer duradero, lo que no podría suceder sin un progreso continuo hacia nuevos placeres”), Immanuel Kant (“la felicidad es una condición de un ser racional en el mundo, al cual, en el total curso de su vida, todo le resulta conforme con su deseo y voluntad”) o el cenizo Hegel (“la felicidad es el ideal de un estado o condición inalcanzable, excepto en un mundo sobrenatural y por intervención de un principio omnipotente”), al que se le debe, por cierto, otra gran frase que se atribuye de manera errónea a Karl Marx: “la religión es el opio del pueblo”.
Así que ni la Real Academia Española ni cientos de filósofos de diferentes épocas, ideas y lugares han sido capaces de dar con una definición definitiva que sea aplicable universalmente. Pueden aproximarse al concepto, determinar que es un estado de ánimo (sobre lo cual, todos estamos de acuerdo) y vincular dicho estado de ánimo a elementos más o menos objetivos, a sensaciones particulares, a movimientos químicos cerebrales; pero al final, nadie es capaz de dar una respuesta objetiva definitiva a algo que es absolutamente subjetivo. Así que la felicidad, después de toda la chapa que os he dado con filósofos, académicos o incluso canciones de subnopop, es lo que cada uno considere en base a sus propias circunstancias. Todo y nada a la vez. Una entelequia.
Sin embargo, los liberales españoles del siglo XIX tenían muy claro el concepto. Los diputados que preparaban, redactaban y aprobaban la primera Constitución española en aquella sitiada Cádiz de 1811 no estaban en condiciones de ser especialmente felices, pero tenían claro qué ése, y no otro, debía ser el máximo objeto de los trabajos que allí les habían llevado desde todos los rincones (y Hemisferios) de aquella España decadente: la felicidad nacional. En su caso, no había demasiada discusión filosófica, pues todos tenían claro qué era la felicidad a efectos políticos: el bien común aristotélico.
Antecedentes
El día 25 de agosto de 1811, tras la resolución de determinadas cuestiones previas solicitadas al Ilustre Presidente de las Cortes de Cádiz que dirigía la sesión en ese caluroso día de verano, el manchego D. Ramón Giraldo de Arquellada, se presentó ante los 150 diputados que allí se congregaron ese día el Proyecto de Constitución Política de la Monarquía Española que, 200 años después, conocemos como la Pepa. D. Ramón Giraldo, jurista y político nacido en la histórica localidad de Villanueva de los Infantes, en Ciudad Real, previamente a leer los primeros artículos de aquél moderno texto legal que pretendían regulara la vida de los españoles de ahora en adelante, dio un corto pero interesante discurso: “Hoy se empieza a discutir el proyecto formado para el arreglo y mejora de la constitución política de la nación española, y vamos a poner la primera piedra del magnífico edificio que ha de servir para salvar a nuestra afligida patria, y hacer la felicidad de la nación entera, abriéndonos un nuevo camino de gloria (…) Empecemos, pues, la grande obra, para que el mundo entero y la posteridad vean siempre que estaba reservado solo a los españoles mejorar y arreglar su constitución, hallándose las Cortes en un rincón de la península, entre el estruendo de las armas enemigas, combatiendo con el mayor de los tiranos, cuya cerviz se humillará más con este paso que con la destrucción de sus ejércitos. Espero asimismo que el público que nos oye, y de cuya felicidad y la de sus hijos se trata, guardará el más profundo silencio”. La felicidad de la nación entera. La felicidad del público que les oye. La felicidad para sus hijos. D. Ramón Giraldo, con su discurso de presentación de la CE-1812, dejó claramente expuesto cuál era el objeto último de sus trabajos constitucionales: la felicidad nacional.
Es decir, los constituyentes no interpretaban la felicidad como una entelequia, como un servidor de ustedes ha concluido tras dar varias vueltas conceptuales en círculo. No. La cosa no iba de conceptos etéreos, sino de objetivos vitales. De cuestiones nacionales, no individuales. Y es que de nada hubiera servidor otorgar la soberanía al conjunto del pueblo español si no se establecía un destino común, un objetivo, un motivo por el cual constituirse como estado soberano. La felicidad, en este caso, no era el placer físico, ni reír hasta el ahogo, ni casarse, ni tener hijos, ni comer queso (y dale con el queso): la felicidad a efectos jurídicos era dotar al pueblo de un buen gobierno. De un gobernante que encaminara toda su actuación hacia el bien común de los gobernados. Algo tan lógico como insólito, ¿verdad? Quizás un poco inocente, me diréis. Naíf, si me permitís la expresión. Un elemento que sólo podía desarrollarse de este modo en plena Ilustración. Un elemento que se introdujo, de manera literal, en el texto constitucional, aunque hoy en día ni se nos pase por la cabeza encontrarnos con algo semejante.
En concreto, esta cuestión quedó materializada en el artículo 4 del proyecto de Constitución presentado en fecha 25 de agosto de 2011, que disponía lo siguiente: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la nación, puesto que el fin de toda sociedad no es otro que el bienestar de los individuos que la componen.”. La discusión sobre dicho artículo, que tuvo lugar en las Cortes durante gran parte del día 30 de agosto de 2011, en ningún caso tuvo por objeto una discusión de fondo sobre la pertinencia de introducir este concepto ajeno al Derecho en una Constitución. En absoluto. Prácticamente toda la discusión consistió en cuestiones puramente formales: D. Felip Aner, al que conocimos bien en artículos anteriores, discutía si este artículo debía ser el cuarto de la Constitución o si debía introducirse en el Título referido al Gobierno. El valenciano D. Francisco Javier Borrull y Vilanova, señalaba que no era necesaria aclaración alguna al concepto de felicidad, por lo que debía suprimirse la subordinaba que cerraba la oración. El clérigo extremeño D. Diego Muñoz-Torrero, ponente de la comisión de redacción del proyecto, nos dio una de las claves de dicho artículo, que había redactado él mismo: “Los gobernantes no siempre atienden al axioma Salus populi suprema lex est (La salvación del pueblo es ley suprema), sino que algunos, como Napoleón, dicen: Salus principi vel imperantium suprema lex est (La salvación del Imperio es ley suprema). Y por cuanto la nación es el número de familias que la componen, a los que la gobiernan se les confía este cargo, no para que miren por su bien particular, sino para el de toda la nación; y este es el objeto que ha tenido la comisión en poner el artículo del modo que está."
Sin embargo, el más elocuente discurso que se profirió durante la discusión parlamentaria sobre este particular fue el desarrollado por el diputado gallego D. José Ramón Becerra Llamas utilizando el método socrático: “¿Qué es la nación? La reunión de todos los españoles de ambos hemisferios; y estos hombres llamados españoles ¿para qué están reunidos en sociedad? Están reunidos como todos los hombres en las demás sociedades para su conservación y felicidad; ¿y cómo vivirán seguros y felices? Siendo dueños de su voluntad; conservando siempre el derecho de establecer lo que juzguen útil y conveniente al procomunal. ¿Y pueden por ventura ceder o enajenar este derecho? No; porque entonces cederían su felicidad, negarían su existencia, mudarían su forma, lo que no es posible ni está en su mano. Este derecho, como todos, se deriva de su propia naturaleza. Ca da uno de nosotros individualmente busca su felicidad, procura su conservación, su mejor estar, es impelido a ello por su propia organización; no puede dejar de ceder a este impulso, porque cesaría de existir: así de la misma manera el conjunto de individuos reunidos en sociedad, no mudando por esto su forma física y moral, preciso es que en unión sean impelidos a buscar su felicidad, y mirar por su conservación, como lo son separadamente y en particular.”
En consecuencia, podemos comprobar que la introducción del concepto de la felicidad nacional como máximo objeto de la acción de gobierno iba estrechamente vinculado al concepto de la soberanía nacional. El fondo de la cuestión era dirigir toda actuación pública hacia el bien común de las personas que componen cualquier ente político y no en los libres caprichos, deseos o erráticas voluntades de reyes, señores feudales o ricohombres. Era necesario hablar de felicidad. Era una consecuencia lógica. Maldita sea, el bien común aristotélico al que se refiere D. José Ramón Becerra Llamas en el párrafo precedente tenía todo el sentido del mundo, por muy naif o inocente que pudiera parecer. En ese momento, fue necesario dotar de cierto componente moral al Derecho, pues en el fondo, la Revolución Francesa procuró un cambio de paradigna de muy profundo calado.
Regulación constitucional
Al final, una vez realizada la discusión de todos los artículos del proyecto constitucional, nuestro querido amigo D. Felip Aner pudo comprobar que sus comentarios no caían en oídos sordos: se trasladó el artículo 4 del proyecto de Constitución al artículo 13 CE-1812, incardinado en el Título III; manteniéndose, eso sí, la literalidad del mismo: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la nación, puesto que el fin de toda sociedad no es otro que el bien estar de los individuos que la componen”.
En la actual Constitución Española (en adelante, CE-1978) no consta mención alguna a la felicidad. De hecho, si buscamos la regulación específica que se refiere al objeto del Gobierno de la Nación, o más bien a sus funciones, debemos desplazarnos hasta el Título IV; concretamente, al artículo 97 CE-1978: “El Gobierno dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado. Ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes.”. Punto. Desarrolla sus funciones, pero no determina cuál es su objeto último.
En este caso, como podemos ver, hay una diferencia fundamental entre ambas Constituciones: la CE-1812 señala el objeto subjetivo de la acción de Gobierno; la CE-1978 sólo señala, de manera aséptica, sus funciones, y qué y el cómo, no el por qué. Y la pregunta que me viene a la cabeza es la siguiente: ¿Si fue necesario introducir este concepto en 1812, porque ya no lo fue en 1978 y no lo es en 2019? Principalmente, para extirpar cualquier atisbo de subjetividad a los Poderes Públicos. Esto es así y tiene sentido, sobre todo, a la vista de lo ocurrido en Europa durante el siglo XX. El ciudadano occidental de mediados del siglo XX no quería oír hablar de que el Estado procurase su felicidad: ellos se encargarían de ello y se conformarían con que el Estado no les procurase, al menos, infelicidad.
La interpretación. Ahí está el quid de la cuestión. Si interpretamos la felicidad nacional como el bien común aristotélico, podemos coincidir con este punto de vista todos los que nos hacemos llamar liberalistas; pero ¿qué pasa con los comunistas? Tienen otro concepto de felicidad a efectos políticos. Y ya no digamos los nacionalistas, que protegen sobre todas las cosas y frente al individuo, si es necesario, la nación. ¿Y qué pasa con el fascismo, que no deja de ser una mezcla de ambas ideologías? Pues que nos lleva al desastre. En base, todos ellos, a un mismo concepto: la felicidad nacional. Naif e inocente, decía yo párrafos atrás. Y la inocencia, como bien sabemos, se pierde, y no siempre de manera agradable.
Por ello, aunque el concepto es bonito, aunque en su momento tuvo sentido, aunque dota de una carga moral al Derecho que en ocasiones es necesaria, hoy en día no debe hacerse referencia alguna a la felicidad en ningún texto legal para evitar pretextos subjetivos que puedan ser utilizados por los gobernantes para actuar de manera arbitraria. No estamos precisamente en una sociedad lo suficientemente ilustrada para jugar a esa suerte de ruleta rusa.