Héroes Postmodernos
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“We can be heroes, just for one day”, cantaba el bueno de David Bowie en una de sus canciones más paradigmáticas. Y es que la heroicidad no es una condición predeterminada en nuestro código genético, como puede ser el color de nuestros ojos o el colon irritable. Tampoco es algo adquirido, porque es una condición que puede darse de manera temporal, coyuntural, fruto de condicionantes; vamos, que puede producirse una vez y sólo una vez. En todo caso, es algo que emerge de la voluntad, por lo que un pusilánime o una persona que se limita a seguir la marea nunca podrá ser un héroe: hará exactamente lo mismo que los demás, lo que de él se espera, oculto entre la masa, homogéneo en su comportamiento. El héroe se alza frente a los demás, por pura voluntad, acometiendo hazañas que se antojan imposibles o, al menos, en exceso desequilibradas en parámetros de coste-beneficio. Irreflexivas, tal vez. Imprudentes. Muchas veces, haciendo gala de una solidaridad insólita, que atenta contra la propia supervivencia. Un ejemplo claro podría ser Yuri Gagarin: puso su vida en manos de la ciencia especulativa para convertir la hipótesis en tesis, pues la exploración espacial todavía era cosa de teoría. Nadie sabía si iba a sobrevivir o qué se iba a encontrar allí arriba; pero él se prestó a ello, llegó a espacio y fue el primer ser humano en ver la Tierra como una esfera azul en el firmamento. Un verdadero héroe soviético. Герой Матери России!
Y frente a esa apasionada frase de David Bowie con la que he empezado el anterior párrafo o frente a la expresión cirílica que se refiere a un Héroe de la Madre Rusia con la que lo he finalizado, ¿quién no querría ser un héroe? En efecto, muchas personas pretenden erigirse como tales. Rebanando neurona a neurona su febril cerebro, personajes de muy diverso pelaje tratan de hallar el modo de convertirse en Yuri Gagarin o en Audie Murphy, que fue el soldado norteamericano más condecorado de la Segunda Guerra Mundial -33 medallas acumuló en la pechera, que se dice pronto-. Tratan de alcanzar algo épico, inusitado. Único. Pero al final, los verdaderos héroes de nuestra extraña época lo son sin saberlo, sin buscarlo, sin que su nombre se inscriba sobre roca viva con un cincel de oro. Son personas anónimas que, en ocasiones, en eso de las neuronas, andan escasas; vamos, que tienen las justas para no defecarse encima. Pero, a pesar de ello, se alzan como héroes absolutos en nuestra época postmoderna. Gentes que merecen que aplaudamos hasta sangrar, que los situemos en nuestro personal pedestal como ídolos, como referentes, como Dioses de carne y hueso. Personajes que merecen ser recordados, pardiez. No sobrevuelan la Tierra, no descubren continentes, no acometen hazañas bélicas, no rescatan gatitos de angostos árboles ni oponen su pecho ante un fusil para salvar la vida de un niño. Nada de eso: son los Héroes de la Postmoderna Madre Occidental.
Ejemplos hay, os lo aseguro. A argaya, que diría mi abuela Isabel, que en paz descanse. Podemos encontrarlos incluso por la calle, andando tranquilamente, camuflados entre los transeúntes de una vía cualquiera, comprando unos albaricoques en la frutería. “Por sus frutos los conoceréis”, dijo Jesucristo sobre los falsos profetas; pero la expresión puede interpretarse en sentido inverso. Por sus frutos conoceréis al héroe. Seréis capaces de señalarlo y admirarlo. Interpretar sus señales. Los actos heroicos, al cabo, son los que convierten el epíteto en sustantivo; y al buen observador no escapan, os lo aseguro. Vamos a conocer una pequeña muestra de esta especie en auge.
HÉROE POSTMODERNO I (La caspa de Dios)
En épocas ya pretéritas, en las que la fiesta era mi única razón de ser, mis amigos y yo nos referíamos a las drogas con nombres exóticos. En efecto, me diréis, eso no es nada que no haga la juventud en la actualidad ni que no hiciera la juventud de otros grupos en aquella época. Es común, en definitiva: a la marihuana se le llama hierba, verde o matuja. Al hachís se le llama costo, chocolate o grifa. A la cocaína se le llama farlopa, perico o coca. Pero, sinceramente, nunca he oído a nadie llamar a la cocaína gozo pituitario o caspa de Dios. A este respecto, espero que me concedáis este galardón a la creatividad drogadicta.
El caso es que, de todos los nombres que le dábamos a la cocaína, el que más gracia me hacía era el de caspa de Dios. Y lo curioso es que tiene cierta lógica interna: la caspa de un ser humano es algo infecto, repugnante, que yo personalmente detesto y que atajo en cuanto aparece un poco en mi cuero cabelludo como prioridad máxima de higiene. En cambio, la caspa de Dios, como Ser Supremo, no debía ser infecta, sino maravillosa e incluso narcótica. Como la caspa se asemeja en color y tamaño a la cocaína, voilà, mon ami, ya tenemos relación conceptual. Absurda, sí, pero decídselo a unos chavales fumando porros en un parque. Os defenderían a muerte la relación de ideas. Y os convencerían, a fe mía.
El caso es que la semana pasada, un narcotraficante ha hecho de nuestra capa su propio sayo. Ha llevado nuestro concepto de la caspa de Dios a la práctica de una manera extraordinaria. Y es que, de camino hacia España desde su natal Colombia con medio kilo de cocaína en su haber, este héroe del delito ingenió, pensó, creó. La idea de la caspa de Dios rebanó su única y solitaria neurona y soltó un "Eureka" del que Arquímedes hubiera estado orgulloso. Sabiéndose ganador, se puso a ello: aplastó un poco el fardo de cocaína, se lo puso sobre la cabeza y ocultó la droga con un peluquín de saldo. Seguramente, iría al lavabo a mirarse al espejo: ¿Qué puede salir mal?, diría. Sí que es cierto que parece que lleve un gato muerto en la cabeza. Es cierto que mi cabeza parece un pimiento peludo. También es cierto que entre mi pelo real y el pelo artificial hay unos cuantos centímetros de distancia que no tienen explicación plausible, pero no es nada que un sombrero de paja no pueda ocultar debidamente; cosa que hizo, añadiendo más volumen todavía al pifostio. Y así, con una fantasía narcótica en su malograda testa, se dispuso a atravesar el cordón policial algo nervioso, pero con convicción y altanería.
Me pongo en la piel de la policía y se me escapa la risa. No puedo, de verdad. Imaginarme esa escena me impide comportarme con seriedad. Al parecer, según el cachondo redactado de la noticia, les pareció “sospechoso” el demencial pelucón que portaba nuestro heroico narcotraficante y se vieron en la obligación de detenerlo en su trayecto. La cosa no acabó bien: detenido por tráfico de estupefacientes. ¿Cómo es posible? Nunca lo sabremos. Sólo podemos señalar que no todos los héroes llevan capa, sino que algunos llevan peluquín, sombrero y farlopa, como podemos observar en las inmortales instantáneas policiales.
HEROÍNAS POSTMODERNAS II (La culpa es de los granjeros, que las visten como putas)
Las redes sociales, en la actualidad, actúan como sumidero de lo más bregado de la generación millenial. Bregado en tanto en cuanto podemos encontrar en esas aguas fecales valientes héroes que se sobreponen a una sociedad malvada hasta la crueldad infinita que se obstina, por ejemplo, en herir sus sentimientos con pronombres binarios, patriarcado ambiental, bolígrafos de color rosa o peligroso librepensar. En ocasiones, esa fosa séptica social genera verdaderos adalides de la moral, auténticos detritos que se erigen por encima de los demás excrementos por su altura ética, entereza y, sobre todo, coherencia interna; pues de la externa suelen ir tan justos como de entendederas. Gentes que llegan a mi corazón por derecho propio, en definitiva.
Esta última semana he tenido la gran ventura de recibir un verdadero evangelio vegano emitido a bombo y platillo por lo más hediondo del sumidero millenial: Twitter. Dos homúnculos, al parecer de sexo femenino, han descubierto algo que debería poner en alerta a las autoridades mundiales: los gallos son unos violadores. Su ovíparo carácter no sólo ofende por el cacareo mañanero, que impide que el fiestero con resaca obtenga su merecido descanso, sino que, con alevosía y mal talante, violan a las gallinas con un objeto terrible: la procreación. O, todavía peor: que un hombre blanco heterosexual se haga un huevo frito. Tal es la horrorosa revelación que desde el santuario animalista Almas Veganas han proyectado en un vídeo corto pero intenso que da inicio con la ruptura de dos huevos. No es país para tortillas.
Por supuesto, esto es así, axiomático, a pesar de que la ciencia reproductiva de estos animales diga lo contrario. Mal puede un gallo violar si no dispone de un órgano reproductor que introducir en la gallina. Mal puede un gallo violar si una gallina puede rechazarlo, cosa que hacen sin que el malvado violador trate de forzarlas -las excusas son las habituales, por supuesto: “me duele la cabeza”, por ejemplo, es causa común de rechazo, aunque todos sepamos que ese gallo rechazado es un pagapienso que no copula ni pagando-. Pero todo esto da igual. Es mansplaining machirulo. La observación acrítica y fanática de unas veganas tiene mucha más validez que cualquier observación empírica o lógica reproductiva.
La culpa es de los granjeros, que visten a las gallinas como putas. Y claro, los gallos no pueden hacer otra cosa que violarlas sin pene y con su consentimiento. Por ello, en este santuario, las gallinas tienen zonas seguras, donde podrán vivir y morir como pretenden algunos humanos: separados de lo que la naturaleza une. Y con la cloaca vacía de esperma, pero llena de imbéciles.
HÉROE POSTMODERNO III (Deposición acrobática)
Qué bonitas son las Islas Baleares. A mí, personalmente, me gusta especialmente la isla de Mallorca: no es tan paradisíaca como las Pitiusas o como Menorca, pero tiene su especial encanto. Comerse un arrós brut en un pueblecito de interior es uno de esos recuerdos que tengo fijados en la mente. No obstante, el turista medio suele preferir la playa; en concreto, la bahía de Palma, donde se encuentra la capital de la isla y donde se concentran las zonas turísticas, ya sean de lujo o de cochambre. Si bien no es lo mismo tomarse una copa de champán en un yate que beberse una lata de cerveza del Mercadona enfriada en una cloaca y con sabor a heces de rata, ambos comportamientos pueden darse con total normalidad en esa preciosa bahía. Y ahí, en el extremo oeste de la bahía, encontramos un rincón inefable del turismo de cochambre donde se da cita lo más mangurrián del Viejo Continente en los meses estivales: Magaluf.
Verbigracia: conceptos como el mamading surgieron de esa maravillosa localidad balear; y con ello podéis haceros una buena idea de la creatividad que allí brota como flores en un campo primaveral. Y es que hay que hacer gala de un gran ingenio para recibir varios cubatas gratuitos a cambio de felar sin goma a una serie de desconocidos. O de una gran estupidez, me diréis, pero no a todos nos embriaga tamaña audacia –o calimocho, que tanto monta-. Hace falta voluntad de espíritu y, sobre todo, una pizca de sana imprudencia, que siempre premia a los valientes. Y de ello andaba sobrado el héroe al que nos referimos en este punto.
Mezclar un inglés borracho y un balcón es equivalente a reducir las posibilidades de supervivencia prácticamente a cero. Pero si a la ecuación, ya de por sí tendente al desastre, añadimos un apretón de los que no dan opción a cerrar esfínter, la cosa puede ponerse muy peliaguda. No obstante, a nuestro héroe postmoderno, que protagoniza esta gesta, no le importan las eventuales consecuencias. No teme al destino. Y, por ello, tras una noche de borrachera, ya en la calidez del cuchitril barato en el que se hospedaba, se hizo una pregunta de tal trascendencia que sólo podría haber cruzado la mente del mismísimo Sócrates: ¿para qué cagar en el lavabo pudiéndolo hacerlo en el balcón?
Dicho y hecho. Y diréis, bueno, los expertos en la materia aseveran que defecar de cuclillas en lugar de sentado en un váter es más sano y mucho más apacible para el tránsito intestinal. Nuestro héroe podía haberse agachado en el balcón y haber dejado su regalo a este pecador mundo sobre el suelo. Pero no. Es un inglés en Magaluf. Le pueden los balcones. Así que se aupó a la baranda, se sentó sobre ellos con las posaderas desnudas apuntando al vacío y apretó para liberar al demonio que lo atormentaba, únicamente asido con ambas manos a la barra de resbaladizo metal que corona la baranda del balcón.
Las heroicidades no siempre acaban bien. Nunca se sabrá si fue un desvanecimiento alcohólico, un apretón demasiado poderoso o sencillamente una vulgar pérdida de equilibrio, pero nuestro héroe se precipitó al vacío con el culo al aire y el mojón asomando, todavía entre el recto y la libertad. Ocho metros de caída hasta la calzada que se encuentra frente al Hotel TRH Magaluf, situado en la Calle Martin Ros de esa localidad. Y allí lo encontraron las autoridades sanitarias: con la espalda rota, revolcándose en su propia inmundicia, con el zurullo rebozando su lomo quebrado. Vaya cagada, en todos los sentidos.
No hay noticias sobre el resultado de este fatal evento. No me cabe duda que este pobre imbécil acabaría pagando su estupidez con una paraplejia. Y es que, antes de tener brillantes ideas, pensad que Darwin lleva la palabra victoria –en inglés- inserta en su propio nombre. Los héroes nunca deberían olvidar ese hecho.