Gris es el color
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Gris. La propia palabra ya produce cierta pesadumbre, cierto halo opresor, un extraño tipo de melancolía en el corazón. El gris, al cabo, nos recuerda a la penumbra. A un día anodino cubierto por un manto de nubes de ese color que no dejan pasar la luz sol. Nos proyectan el rostro de una persona apática, ni fría ni caliente, que olvidas en cuanto dejas de verla. El gris, junto con el ocre, son colores del otoño, mientras que a la gente le gusta el invierto, con su blanca nieve; la primavera, con sus coloridas flores; y el verano, con el azul del mar y el brillante amarillo del sol. Gris. Nadie lo anhela. Nadie lo busca. Nadie lo quiere.
No obstante, todo es gris. Y no me refiero al color como tal, sino que utilizo este símil cromático por lo absolutamente gráfico que resulta para lo que pretendo deciros. No me refiero al punto medio aristotélico entre dos puntos equidistantes, siendo el gris color virtuoso frente a los extremos blancos y negros. No hablo de virtud teologal, sino de mesura. De la moderación como hecho empírico, no como balanza moral. De que nadie es tan bueno. De que nadie es tan malo. De que todos tenemos luces y sombras, blancos y negros, que mezclados en su medida nos proporciona una amplia gama de grises. Así que sí, tú, lector, yo, redactor, y todo aquel que ni siquiera se siente interpelado por mí, es gris en su interior. Gris oscuro, gris claro; qué más da. Gris de todos modos.
Por supuesto, como he señalado en el primer párrafo del artículo, nadie quiere ser gris; o, al menos, nadie quiere que se sepa que lo es. Y es que no inventaron las alfombras para que pudiéramos caminar descalzos por ellas, para que la suavidad y la limpieza que no existe en el frío suelo exterior nos acaricie los pies; sino para ocultar, debajo, como si fuera polvo o ceniza, nuestros cadáveres morales. Todos tenemos. Uno, dos, varias docenas, cientos. Cadáveres pequeños, grandes o monstruosos. Cadáveres que espero que se mantengan en la metáfora, pero que, en algunos casos, seguro que la exceden. Así que tú, azul; tú, verde; tú, el que se cree más blanco que nadie; sois grises, como acreditaría lo que cubre vuestra particular alfombra.
Que nadie está libre de culpa es un hecho que yo, subjetivamente, doy por sentado. De hecho, desconfío, y mucho, de aquellos que se erigen en adalides morales, en caballeros blancos, en ángeles celestiales; pues, generalmente, son los que más mierda tienen bajo su alfombra. Sé que soy pesado con este grupo de música, pero Los Punsetes, en su nuevo disco, dedicaron una canción precisamente a esto: “No eres de fiar si no haces algo mal, no eres de los míos si no la puedes cagar” dice la canción, aseverando que, de lo contrario, eres una persona sospechosa. Y es que, al final, ése es el problema: negar la evidencia. Pretender ser algo que ni eres, ni puedes llegar a ser, pues eres humano, te equivocas, a veces a propósito, a veces sin quererlo; infringes la Ley, porque es injusta, porque te viene bien, porque te da la gana. Porque ni eres perfecto ni puedes pretender serlo, por mucho que te maquilles de blanco.
Poco me gusta la Iglesia Católica, ya lo sabéis, pero contrasta lo poco que me gusta la estructura política de esta religión con lo mucho que aprecio las enseñanzas del Nuevo Testamento. Yo no soy católico, pero no puedo sino reconocer el buen juicio de muchas sentencias de Jesús de Nazaret. Y, a colación de lo expuesto, como un broche de autoridad a lo que pretendo indicaros, recurro al Evangelio según San Juan, capítulo 8, versículos 1 a 7:
“Jesús se fue al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo. Toda la gente se le acercó, y él se sentó a enseñarles. Los maestros de la ley y los fariseos llevaron entonces a una mujer sorprendida en adulterio, y poniéndola en medio del grupo, le dijeron a Jesús:
—Maestro, a esta mujer se le ha sorprendido en el acto mismo de adulterio. En la ley, Moisés nos ordenó apedrear a tales mujeres. ¿Tú qué dices?
Con esta pregunta le estaban tendiendo una trampa, para tener de qué acusarlo. Pero Jesús se inclinó y con el dedo comenzó a escribir en el suelo. Y, como ellos lo acosaban a preguntas, Jesús se incorporó y les dijo:
—Aquel de ustedes que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.”
Nadie apedreó a esa mujer. Nadie estaba libre de pecado. Todos se sabían tan grises como las piedras que querían arrojar contra aquella mujer. Lo sabían en el fondo de su corazón, pese a que se erigieran como defensores de la Ley de Moisés. No hubo primera, ni segunda piedra. Más fácil es hoy en día lapidar a alguien por Internet que lapidar a una persona con piedras, a riesgo de que te salpique la sangre o un profeta te ponga frente a un espejo, pero la enseñanza, lo que pretendía poner de manifiesto Jesucristo, tan válido era entonces como lo es hoy.
La aceptación de la gris naturaleza humana puede resultar, para muchas personas, equivalente a caerse de repente a un lago helado tras el abrupto crepitar de hielo quebrado. Podría recurrir a otras metáforas, siendo recurso lingüístico que me gusta mucho: un rodillazo en el estómago, una pedrada a un cristal o, tratando de ser más metafísico, cruzar la caverna de Platón en dirección al sol. El resultado es el mismo: se adquiere una lucidez nada agradable. Un trago amargo, pero necesario para comprender el porqué de mucho de lo que ocurre a tu alrededor. Y, acabando de una vez con las malditas metáforas, mejor es quitar una tirita de un rápido gesto que dejarla ahí, adherida a la piel, evitando que la herida respire una bocanada de necesario aire para su curación.
Gris. Sí, lo soy. No es algo que quiera o de lo que me sienta orgulloso. Sencillamente es así. El resultado de serlo, saberlo y aceptarlo me ha agriado el carácter y me ha revestido de una cota de malla articulada de cinismo, humor negro y poca expectativa, proporcionándome cierta distancia frente al maniqueo mundo que se está construyendo a mi alrededor, tan lleno de presumibles blancos y negros que, en realidad, son tan grises como yo. La compleja naturaleza humana se comprende mucho mejor de este modo, pero ello no implica mayor placer. En absoluto. Era mucho más feliz creyéndome blanco e inmaculado, creedme. Pero el hecho cierto es que no lo soy, como no lo es nadie.
Porque sí, el gris envidia al presunto rojo, al presunto azul, al presunto blanco e incluso al presunto negro. Al gris le gustaría creerse rojo y vivir enfrentado al azul, o viceversa, sin que los fantasmas poblaran sus sueños y sin que pesaran cada uno de los cadáveres morales que se encuentran bajo su alfombra, puesto que tendrían su pertinente justificación. Al gris no le gusta ser gris, sino que sencillamente lo es porque no puede ser otra cosa; de hecho, sentir envidia no hace sino reforzar su propio gris. No podría ser rojo, azul, amarillo o verde aunque se lo propusiere, pues una vez roto el cristal, no pueden volver a encajarse las piezas. La inocencia sólo se pierde una vez.
En definitiva, y como corolario de todo lo expuesto, creo firmemente que la naturaleza humana es la que es y creo que el color que mejor la define es el gris. Cambiarla implicaría necesariamente forzarla de un modo u otro, por lo que, a corto o largo plazo, de manera pacífica o violenta, volverá a su forma original. Se puede, en todo caso, crear tendencia hacia un gris más claro, pero nunca alcanzar el blanco. Por supuesto, este criterio se incardina en mi simple y llana opinión fundamentada en mi experiencia y en mi propia creencia, pero hace muchos años que perdí toda esperanza y no aspiro más que tratar que la sociedad sea menos infame, no más virtuosa.
Gris. La propia palabra ya produce cierta pesadumbre, cierto halo opresor, un extraño tipo de melancolía en el corazón. Pero no somos más que nosotros mismos mirándonos a un espejo.