El sueño de Tartini
08.10.2016 13:49
¡Ah, la inspiración! Qué haríamos sin ella. Cómo podría yo, o cualquiera, preparar un artículo, un escrito de cualquier naturaleza, un libro o cualquier actividad creativa sin que esa inspiración, que podemos llamar musa, viniera a visitarnos. En mi caso, suele aparecer como una ráfaga en mi cabeza, de repente, sin venir a cuento; y en ocasiones, tal y como aparece se esfuma. Y se pierde. Decía Camilo Jose Cela que la inspiración, o la musa, que encaja mejor en el símil, es una mujer caprichosa, y sólo si se nos aparece trabajando podemos aprovecharla. No podemos esperar a que venga para iniciar nuestro trabajo; tenemos que iniciar nuestro trabajo para que ésta venga a visitarnos. Decía otro escritor que él llevaba siempre consigo una libreta en blanco y un lapicero para anotar cualquier cosa que se le ocurriera y le pareciera interesante. Porque los pensamientos, como las musas, van y vienen, y como no te subas al tren, éste parte sin ti.
La Real Academia Española -que, a pesar de que me tiene contento con sus absurdas eliminaciones de tildes diacríticas o su sistematización de palabras como cederrón o culamen, continúa siendo referencia para conocer el significado de las palabras en nuestro idioma- define a una musa como la “inspiración propia de un artista o escritor” en su segunda acepción. Sin embargo, el hecho de que, por lo general, personifiquemos a una musa en forma de mujer, tiene su origen en la primera acepción del término: “una musa es cada una de las nueve deidades que, según el mito, habitaban, presididas por Apolo, en el Parnaso o en el Helicón, protegiendo las ciencias y las artes liberales”. Por tanto, el concepto viene de antaño. De la Antigua Grecia, para ser más exactos. De los propios dioses.
Calíope, Clío, Erato, Euterpe, Melpómene, Polimnia, Talía, Terpsícore y Urania. Así se llamaban estas nueve deidades que, con su danza veleidosa, inspiraban al hombre griego en las artes del canto, historia, poesía, música, tragedia, religión, danza, comedia y astronomía, respectivamente. No obstante, Sócrates, personaje histórico que no merece presentación, no recibía su inspiración de estas musas mitológicas, sino de un daimon. Platón, discípulo de Sócrates, –al que le debemos el conocimiento de Sócrates, pues éste no dejó nada escrito- definió a un daimon como un ser intermedio entre los mortales y los inmortales cuyo propósito era transmitir los asuntos divinos a los humanos y los asuntos humanos a los dioses. Que igual que Calíope, por ejemplo, intermediaba entre una cantante y Apolo, los daimon intermediaban entre los filósofos y los dioses; por lo que podemos deducir que, en efecto, un daimon era una especie de musa. Palabra, ésta, que con el paso de los años y bajo el prisma del cristianismo, se transformaría hasta convertirse en un término que continúa hasta nuestros días, pero con un significado que ha variado ostensiblemente: demonios.
Por tanto, y como se deduce de lo expuesto, a las musas siempre se les ha atribuido históricamente un componente trascendente, ya sea luz u oscuridad, el bien o el mal, Dios o el Diablo. Ángeles que inspiran en nombre de Dios y demonios que inspiran en nombre de Lucifer. Todo ello, diréis, tiene más que ver con el maniqueísmo católico que con el propio concepto de musa, entendido desde una perspectiva puramente objetiva, y tendréis razón; pero veinte siglos de religión modulan lenguaje, conceptos y visión histórica, por lo que a fecha actual, por mucho que desde Occidente se esté tratando de separar a Dios, sea cual sea, de las ciencias liberales, estos conceptos continúan vigentes. Y la música no es una excepción.
De hecho, en el artículo dedicado al extravagante y sangriento grupo de black metal Mayhem, la inspiración demoníaca se dejaba entrever. Ojo, no porque yo crea que mediaran fuerzas oscuras entre los miembros de la banda y su música, sino por lo que ellos mismos sostenían y por sus propios actos. Y es que quemar iglesias por toda Noruega, portar símbolos satánicos a sus conciertos o dedicar canciones al Diablo no dejan lugar a dudas, ya sean actos realizados bajo inspiración divina, depravación o simple sociopatía. Su musa, real o ficticia, eligió el camino de la oscuridad.
Pero no todos los músicos pueden decir que fue el mismo Lucifer, en persona, quien les inspiró. Nada que ver tiene, en efecto, que te inspire un demonio del montón, pacato y ridículo, de estos que te susurran al oído que saques la lengua al máximo en un concierto como símbolo de lujuria –eh, Miley Cyrus-, con que el mismo Lucifer componga una melodía y te la interprete él mismo, con un violín, para tu goce y disfrute. Ese privilegio sólo lo ostenta Guiseppe Tartini.
El sueño de Tartini
Corría, como se suele decir, el año 1692 de nuestra era. La orgullosa República de Venecia, que prácticamente controlaba la totalidad de la costa oriental del Adriático, se encontraba enzarzada en la enésima guerra contra el Imperio Otomano. A pesar de haber iniciado su decadencia, que finalizaría con la invasión napoleónica de 1797, y encontrarse ya lejos de ser aquella República poderosa que controlaba el Mediterráneo oriental en la Edad Media, Venecia mantenía numerosas posesiones en territorio otomano, entre las que se encontraba la península de Istria, que actualmente forma parte de Eslovenia. Y allí, en Istria, en un hermoso pueblo llamado Pirano, nació Giuseppe Tartini el día 8 de abril del año corriente.
Su padre, de origen italiano, quería que el bueno de Giuseppe se hiciera sacerdote y a tal efecto lo inscribió en la Universidad de Padua a fin de que se instruyera. En estos primeros años de su vida, Tartini aprendió algo de música, pero no era ése el único objeto de su instrucción, pues estudio leyes y esgrima, entre otras artes liberales. De hecho, resultó ser un buen espadachín, por lo que sus derroteros podrían haberle llevado a ser una especie de Gualterio Malatesta, pero no fue el caso. Su vida posterior quedó marcada por dos hechos concretos: la muerte de su padre y la pasión por una mujer.
Y es que el protagonista de este artículo no era precisamente un hombre casto y religioso. Más al contrario, era hombre casquivano que gustaba de la compañía femenina. Fallecido su padre, que nunca lo hubiera aprobado, dejó la instrucción sacerdotal y se casó con una mujer hermosa, pero de baja cuna, que se llamaba Elisabetta Premazore. Estaba prendidamente enamorado de esta mujer, a pesar de su diferencia de edad, y juntos de dieron al fornicio y al sexo desenfrenado; pues Elisabetta era ducha en la materia. De hecho, sus artes amatorias también habían prendado al Cardenal de Padua, Giorgio Cornaro, entre otros. Vamos, que en Padua los hombres de Dios se pasaban el sacramento de la castidad por el bajovientre, nunca mejor dicho.
El caso es que el Cardenal, al verse desposeído de su amante, denunció a Tartini, alegando que éste había secuestrado a Elisabetta. Al verse perseguido por la Justicia, tuvo que huir, dejando atrás a su amada, que imagino que volvería a su antiguo lugar bajo la sotana púrpura del Cardenal. Tras una breve estancia en Roma, se estableció en el Convento de San Francisco de Asís y, por mediación de un familiar suyo, que trabajaba en el referido Convento, retomó sus estudios musicales, decantándose por el instrumento más valorado en aquella época: el violín.
En este momento del relato, es preciso apuntar que Tartini era una persona muy obsesiva. Del mismo modo que se había obsesionado con Elisabetta, en su momento, y se había jugado la relación con su familia e incluso con la propia Iglesia, procuraba el mismo empeño a cualquier empresa que emprendía. Por ello, al evolucionar como violinista, trató de buscar una composición de armonía perfecta. Una canción excelsa, única. Y a pesar de que era un buen violinista, nada de lo que hacía satisfacía sus expectativas. Su obsesión era tal que se encerraba en su habitación durante días enteros y tocaba, tocaba y continuaba tocando, buscando la perfección, que no llegaba.
Todo ello cambió una noche cualquiera del año 1713. Mientras dormía plácidamente, soñó que se le aparecía Lucifer. Como siempre que se aparece en sueños, y a pesar de que siempre nos lo muestran como un ser de aspecto horripilante con patas y cabeza de cabra, se trataba de un hombre apuesto, bien plantado, con finas ropas y voz melodiosa. Hablaron de su obsesión y Lucifer, siempre dispuesto a complacer al ser humano a cambio de la habitual contraprestación, le ofreció sus servicios siempre y cuando le entregara su alma. Evidentemente, a Tartini su alma le importaba un rábano, así que se la entregó gustoso, le dejó su violín, le pidió que interpretara una canción y se puso cómodo para escuchar esa melodía. Lucifer y comenzó su interpretación. Tartini, extasiado, se deleitó con aquella maravillosa melodía, preguntándose cómo era posible que un ser tan malvado pudiera crear algo tan hermoso.
Se despertó sobresaltado, tratando de retener al máximo la composición que le había mostrado el Diablo en persona. Sin perder un minuto, procedió a escribir todo lo que recordaba en un pentagrama de manera apresurada, antes de que los recuerdos del sueño se esfumaran irremisiblemente. Cuenta la leyenda que, mientras escribía, se dio cuenta que había aparecido algo nuevo en su habitación. Otro violín. No un violín cualquiera, sino un violín que relucía y que le demostraba que aquel sueño había sido real. Que Lucifer había estado allí.
No obstante, al interpretar esta melodía por su propia mano, no era exactamente igual a la que había soñado. Algo fallaba. No sabía por qué, pero no acababa de ser la misma. Y ello le provocó una gran decepción que incluso estuvo a punto de provocar que dejara la música para siempre. No obstante, se recompuso, hizo los arreglos pertinentes y la denominó la “Sonata del Diablo”. La leyenda comenzaba.
Años más tarde, le explicó el suceso a un amigo suyo, astrónomo, de nombre Jerome Lalande, que reprodujo la conversación en su libro Viaje de un francés a Italia del modo que a continuación adjunto de manera literal: “Una noche, en 1713, soñé que había hecho un pacto con el Diablo y estaba a mis órdenes. Todo me salía maravillosamente bien; todos mis deseos eran anticipados y satisfechos con creces por mi nuevo sirviente. Ocurrió que, en un momento dado, le di mi violín y lo desafié a que tocara para mí alguna pieza romántica. Mi asombro fue enorme cuando lo escuché tocar, con gran bravura e inteligencia, una sonata tan singular y romántica como nunca antes había oído. Tal fue mi maravilla, éxtasis y deleite que quedé pasmado y una violenta emoción me despertó. Inmediatamente tomé mi violín deseando recordar al menos una parte de lo que recién había escuchado, pero fue en vano. La sonata que compuse entonces es, por lejos, la mejor que jamás he escrito y aún la llamo “La sonata del Diablo”, pero resultó tan inferior a lo que había oído en el sueño que me hubiera gustado romper mi violín en pedazos y abandonar la música para siempre.”
Tartini, a partir de ese momento, comenzó a tener un éxito espectacular. De hecho, fue el primer propietario de un violín Lipinski Stradivarius, que al parecer es el más selecto y fino violín que construyó nunca Antonio Stradivarius. Violín que, a fecha actual, todavía existe y que está valorado en cuatro millones de dólares.
¡Ah, la inspiración! Las musas. Qué diversos aspectos y orígenes tienen. Tanto pueden aparecerse como una hermosa mujer, como una diosa, un demonio o el mismo Lucifer. Al cabo, no dejan de ser pequeños retazos que quedan en la mente del hombre de su vínculo con lo trascendental. Migas de pan que recogemos del suelo. O, en este caso, del sueño.
Calíope, Clío, Erato, Euterpe, Melpómene, Polimnia, Talía, Terpsícore y Urania. Así se llamaban estas nueve deidades que, con su danza veleidosa, inspiraban al hombre griego en las artes del canto, historia, poesía, música, tragedia, religión, danza, comedia y astronomía, respectivamente. No obstante, Sócrates, personaje histórico que no merece presentación, no recibía su inspiración de estas musas mitológicas, sino de un daimon. Platón, discípulo de Sócrates, –al que le debemos el conocimiento de Sócrates, pues éste no dejó nada escrito- definió a un daimon como un ser intermedio entre los mortales y los inmortales cuyo propósito era transmitir los asuntos divinos a los humanos y los asuntos humanos a los dioses. Que igual que Calíope, por ejemplo, intermediaba entre una cantante y Apolo, los daimon intermediaban entre los filósofos y los dioses; por lo que podemos deducir que, en efecto, un daimon era una especie de musa. Palabra, ésta, que con el paso de los años y bajo el prisma del cristianismo, se transformaría hasta convertirse en un término que continúa hasta nuestros días, pero con un significado que ha variado ostensiblemente: demonios.
Por tanto, y como se deduce de lo expuesto, a las musas siempre se les ha atribuido históricamente un componente trascendente, ya sea luz u oscuridad, el bien o el mal, Dios o el Diablo. Ángeles que inspiran en nombre de Dios y demonios que inspiran en nombre de Lucifer. Todo ello, diréis, tiene más que ver con el maniqueísmo católico que con el propio concepto de musa, entendido desde una perspectiva puramente objetiva, y tendréis razón; pero veinte siglos de religión modulan lenguaje, conceptos y visión histórica, por lo que a fecha actual, por mucho que desde Occidente se esté tratando de separar a Dios, sea cual sea, de las ciencias liberales, estos conceptos continúan vigentes. Y la música no es una excepción.
De hecho, en el artículo dedicado al extravagante y sangriento grupo de black metal Mayhem, la inspiración demoníaca se dejaba entrever. Ojo, no porque yo crea que mediaran fuerzas oscuras entre los miembros de la banda y su música, sino por lo que ellos mismos sostenían y por sus propios actos. Y es que quemar iglesias por toda Noruega, portar símbolos satánicos a sus conciertos o dedicar canciones al Diablo no dejan lugar a dudas, ya sean actos realizados bajo inspiración divina, depravación o simple sociopatía. Su musa, real o ficticia, eligió el camino de la oscuridad.
Pero no todos los músicos pueden decir que fue el mismo Lucifer, en persona, quien les inspiró. Nada que ver tiene, en efecto, que te inspire un demonio del montón, pacato y ridículo, de estos que te susurran al oído que saques la lengua al máximo en un concierto como símbolo de lujuria –eh, Miley Cyrus-, con que el mismo Lucifer componga una melodía y te la interprete él mismo, con un violín, para tu goce y disfrute. Ese privilegio sólo lo ostenta Guiseppe Tartini.
El sueño de Tartini
Corría, como se suele decir, el año 1692 de nuestra era. La orgullosa República de Venecia, que prácticamente controlaba la totalidad de la costa oriental del Adriático, se encontraba enzarzada en la enésima guerra contra el Imperio Otomano. A pesar de haber iniciado su decadencia, que finalizaría con la invasión napoleónica de 1797, y encontrarse ya lejos de ser aquella República poderosa que controlaba el Mediterráneo oriental en la Edad Media, Venecia mantenía numerosas posesiones en territorio otomano, entre las que se encontraba la península de Istria, que actualmente forma parte de Eslovenia. Y allí, en Istria, en un hermoso pueblo llamado Pirano, nació Giuseppe Tartini el día 8 de abril del año corriente.
Su padre, de origen italiano, quería que el bueno de Giuseppe se hiciera sacerdote y a tal efecto lo inscribió en la Universidad de Padua a fin de que se instruyera. En estos primeros años de su vida, Tartini aprendió algo de música, pero no era ése el único objeto de su instrucción, pues estudio leyes y esgrima, entre otras artes liberales. De hecho, resultó ser un buen espadachín, por lo que sus derroteros podrían haberle llevado a ser una especie de Gualterio Malatesta, pero no fue el caso. Su vida posterior quedó marcada por dos hechos concretos: la muerte de su padre y la pasión por una mujer.
Y es que el protagonista de este artículo no era precisamente un hombre casto y religioso. Más al contrario, era hombre casquivano que gustaba de la compañía femenina. Fallecido su padre, que nunca lo hubiera aprobado, dejó la instrucción sacerdotal y se casó con una mujer hermosa, pero de baja cuna, que se llamaba Elisabetta Premazore. Estaba prendidamente enamorado de esta mujer, a pesar de su diferencia de edad, y juntos de dieron al fornicio y al sexo desenfrenado; pues Elisabetta era ducha en la materia. De hecho, sus artes amatorias también habían prendado al Cardenal de Padua, Giorgio Cornaro, entre otros. Vamos, que en Padua los hombres de Dios se pasaban el sacramento de la castidad por el bajovientre, nunca mejor dicho.
El caso es que el Cardenal, al verse desposeído de su amante, denunció a Tartini, alegando que éste había secuestrado a Elisabetta. Al verse perseguido por la Justicia, tuvo que huir, dejando atrás a su amada, que imagino que volvería a su antiguo lugar bajo la sotana púrpura del Cardenal. Tras una breve estancia en Roma, se estableció en el Convento de San Francisco de Asís y, por mediación de un familiar suyo, que trabajaba en el referido Convento, retomó sus estudios musicales, decantándose por el instrumento más valorado en aquella época: el violín.
En este momento del relato, es preciso apuntar que Tartini era una persona muy obsesiva. Del mismo modo que se había obsesionado con Elisabetta, en su momento, y se había jugado la relación con su familia e incluso con la propia Iglesia, procuraba el mismo empeño a cualquier empresa que emprendía. Por ello, al evolucionar como violinista, trató de buscar una composición de armonía perfecta. Una canción excelsa, única. Y a pesar de que era un buen violinista, nada de lo que hacía satisfacía sus expectativas. Su obsesión era tal que se encerraba en su habitación durante días enteros y tocaba, tocaba y continuaba tocando, buscando la perfección, que no llegaba.
Todo ello cambió una noche cualquiera del año 1713. Mientras dormía plácidamente, soñó que se le aparecía Lucifer. Como siempre que se aparece en sueños, y a pesar de que siempre nos lo muestran como un ser de aspecto horripilante con patas y cabeza de cabra, se trataba de un hombre apuesto, bien plantado, con finas ropas y voz melodiosa. Hablaron de su obsesión y Lucifer, siempre dispuesto a complacer al ser humano a cambio de la habitual contraprestación, le ofreció sus servicios siempre y cuando le entregara su alma. Evidentemente, a Tartini su alma le importaba un rábano, así que se la entregó gustoso, le dejó su violín, le pidió que interpretara una canción y se puso cómodo para escuchar esa melodía. Lucifer y comenzó su interpretación. Tartini, extasiado, se deleitó con aquella maravillosa melodía, preguntándose cómo era posible que un ser tan malvado pudiera crear algo tan hermoso.
Se despertó sobresaltado, tratando de retener al máximo la composición que le había mostrado el Diablo en persona. Sin perder un minuto, procedió a escribir todo lo que recordaba en un pentagrama de manera apresurada, antes de que los recuerdos del sueño se esfumaran irremisiblemente. Cuenta la leyenda que, mientras escribía, se dio cuenta que había aparecido algo nuevo en su habitación. Otro violín. No un violín cualquiera, sino un violín que relucía y que le demostraba que aquel sueño había sido real. Que Lucifer había estado allí.
No obstante, al interpretar esta melodía por su propia mano, no era exactamente igual a la que había soñado. Algo fallaba. No sabía por qué, pero no acababa de ser la misma. Y ello le provocó una gran decepción que incluso estuvo a punto de provocar que dejara la música para siempre. No obstante, se recompuso, hizo los arreglos pertinentes y la denominó la “Sonata del Diablo”. La leyenda comenzaba.
Años más tarde, le explicó el suceso a un amigo suyo, astrónomo, de nombre Jerome Lalande, que reprodujo la conversación en su libro Viaje de un francés a Italia del modo que a continuación adjunto de manera literal: “Una noche, en 1713, soñé que había hecho un pacto con el Diablo y estaba a mis órdenes. Todo me salía maravillosamente bien; todos mis deseos eran anticipados y satisfechos con creces por mi nuevo sirviente. Ocurrió que, en un momento dado, le di mi violín y lo desafié a que tocara para mí alguna pieza romántica. Mi asombro fue enorme cuando lo escuché tocar, con gran bravura e inteligencia, una sonata tan singular y romántica como nunca antes había oído. Tal fue mi maravilla, éxtasis y deleite que quedé pasmado y una violenta emoción me despertó. Inmediatamente tomé mi violín deseando recordar al menos una parte de lo que recién había escuchado, pero fue en vano. La sonata que compuse entonces es, por lejos, la mejor que jamás he escrito y aún la llamo “La sonata del Diablo”, pero resultó tan inferior a lo que había oído en el sueño que me hubiera gustado romper mi violín en pedazos y abandonar la música para siempre.”
Tartini, a partir de ese momento, comenzó a tener un éxito espectacular. De hecho, fue el primer propietario de un violín Lipinski Stradivarius, que al parecer es el más selecto y fino violín que construyó nunca Antonio Stradivarius. Violín que, a fecha actual, todavía existe y que está valorado en cuatro millones de dólares.
¡Ah, la inspiración! Las musas. Qué diversos aspectos y orígenes tienen. Tanto pueden aparecerse como una hermosa mujer, como una diosa, un demonio o el mismo Lucifer. Al cabo, no dejan de ser pequeños retazos que quedan en la mente del hombre de su vínculo con lo trascendental. Migas de pan que recogemos del suelo. O, en este caso, del sueño.
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