El poder del bigote
Corría el año 1980 en la ciudad condal. Un joven nacido en Asturias pero que llevaba más de una década en Barcelona se encaminó, de conformidad con la legislación vigente, a inscribirse en el servicio militar obligatorio, vulgarmente conocido como “la mili”. Acababa de echarse una novia guapa, universitaria y que iba a ser la madre de sus hijos, así que no tenía ningunas ganas de ser destinado a Madrid, Málaga, Almería o peor, a Ceuta o Melilla. Cabía esa posibilidad, por supuesto, pues como soldado no tienes disponibilidad territorial: te envían donde quieren según sus propios criterios. Así que este joven, de nombre Alfredo, hizo una promesa: Si me toca comerme los doce meses de mili en Barcelona, me dejo bigote. Lo prometió con determinación, aunque podría decirse que hacía algo de trampa, pues su padre, Antonio, lo llevaba bien recio; y su hermano mayor también lo portaba. Seguramente se lo habría dejado igualmente, aunque lo hubieran destinado a Cáceres. Pero el caso es que, bingo, su destino fue el Cuartel del Bruch, en Barcelona. Habemus mostachus.
Años más tarde, este joven se casó con su novia de entonces y, a mediados del año 1985, tuvo su primer vástago. Un niño que estaba llamado a ser un tipo cojonudo. Un niño guapo, inteligente, avispado… esto… bueno, sí, soy yo. Todavía me quedan mis dos abuelas, pero nunca está de más inocularse de manera gratuita un poco de autoestima de vez en cuando. Y este niño, de felicidad extrema, ajeno al mundo despiadado que poco a poco le iría agriando el carácter y causándole una cruda lucidez, creció bajo la sombra de ese bigote. De hecho, según me han contado, pues no lo recuerdo, rompí a llorar amargamente un día que mi padre, por un fallo de acondicionamiento mostachesco, se lo tuvo que quitar. Ese no era mi padre, joder. Mi padre era aquel bigote que siempre me sonreía; aquel bigote que, al torcerse, acojonaba de lo lindo; aquel bigote que lucía espuma de cerveza mientras comíamos en familia.
Con el paso de los años, siempre me fijaba en la gente con bigote. Me recordaban a mi padre. Seguro que alguno de esos tipos era un completo malnacido, pero a mí me caían bien porque tenían bigote. Y punto. Por general eran completos desconocidos, familiares o conocidos, pero hasta que no alcancé cierta madurez intelectual no empecé a conocer a algún bigotudo en profundidad. El primero de ellos fue Freddie Mercury. Mi padre era un gran aficionado a Queen, así que en mi casa, todos los domingos, mientras limpiaban la casa, sonaban los grandes éxitos de Queen en el reproductor de música. Yo me quedaba sentado en el suelo, escuchando aquella voz profunda, potente, sensible. Son recuerdos muy vividos, os lo aseguro, y no puedo evitar que una sensación de melancolía recorra todo mi cuerpo. Cuando, de pequeño, me enteré de que el cantante había muerto hacía muy poco, me quedé muy parado. ¿Ya no hará más música?, me preguntaba. No era justo. Recuerdo verlo en el videoclip de Who wants to live forever, tan etéreo, tan sublime, tan enorme, y no creer que alguien así pudiera morir. Pero el gusto por la música germinó en mí gracias a él, añadiendo un bigote adicional al de mi padre a mi zurrón personal. Y Freddie Mercury, o mejor dicho, su obra, es hoy inmortal.
Posteriormente, ya con pelo en los aparejos, conocí a otro bigotón sublime: Friedrich Nietzsche. Ese loco filósofo fue a irrumpir en mi vida en un momento muy necesario de mi adolescencia en el que necesitaba construir mi propio sistema de valores, pues me hallaba perdido: se dedicó a derribar todo lo que yo creía saber. El nihilismo es un mal necesario para poder reconstruirte sobre sólidos cimientos. Olvidar la filosofía de vida que se te había inculcado por mediación de la televisión, el colegio, la calle y otros focos perniciosos, para renacer como una persona adulta con sus propias convicciones. Evidentemente, la influencia del primer bigotudo nunca se fue, siempre se quedó; esos son los cimientos básicos. La argamasa. Pero hoy en día soy lo que soy gracias a que el bueno de Federico me pegó un puñetazo en el estómago con su filosofía.
Como persona, por eso, no tenía nada que ver con mi padre. No era una persona a la que admirar. De hecho, se conoce que acabó sus días en un sanatorio mental y que influenció numerosas ideologías que, durante el siglo XX, iban a causar muchos trastornos políticos y sociales. Así mismo, su amante era su propia hermana. Todo un personaje, desde luego. Y su bigote, ay, su bigote. Aquello sí que era fascinante. Un mostacho propio de una morsa, gigante, abultado, que le ocultaba prácticamente todo el labio superior. De hecho, si giraba una esquina, veías antes su bigote que su nariz. Pardiez, aquello sí que era un bigote. No se trataba de una pequeña franja de pelo, sino como una especie de cobaya despeinada pegada bajo su nariz. Maravilloso.
Friedrich Nietzsche, junto a otros personajes, me hicieron fijarme en Alemania como referente cultural. Y, sorpresivamente, al revisar el siglo XIX alemán, apareció otro bigotudo alucinante: Otto Von Bismarck. Su aspecto imponente, su traje militar, su casco prusiano, su poblado bigote que le llegaba hasta el mentón y su mano de hierro me dejaron absolutamente prendado de su figura. Leí su biografía, me empapé del Segundo Imperio Alemán y me imaginé coronando al Emperador Guillermo I de Alemania en el palacio de Versalles tras haberle arrebatado a los franceses Alsacia y Lorena en 1885. Opulento personaje, fruto de una época gloriosa, fue uno de los principales responsables de mi pertinaz interés por la historia. Aunque no el único.
Juan Antonio Cebrián entró en mi vida gracias al insomnio. He pasado muchas noches sin dormir, dando vueltas, pasando calor y acabando levantado frente al ordenador, sin saber qué demonios hacer para yacer en los brazos de Morfeo. Descubrí que la radio era un somnífero espectacular, así que un día topé con Onda Cero y con el programa de La Rosa de los Vientos. El enganche fue instantáneo. Junto con sus fieles colaboradores, Juan Antonio creaba una atmósfera de cultura infinita y tanto te daba lecciones de historia de España como te mostraba un hecho insólito, te transportaba a un lugar de poder o te hacía estremecerte con historias de asesinos en serie. Al principio sólo conocía su voz, claro, pero me interesé por la persona y descubrí que, en efecto, ¡él también tenía bigote! Otro más. Hoy en día, más de quince años tras el descubrimiento de su programa, todavía paso noches escuchando su voz.
Así que sí, puedo asegurar que las personas que más han influido en mí personalidad actual llevaban bigote. No sé si hay alguna relación, no sé qué efluvios místicos emanan del pelo que emerge bajo la nariz, pero el hecho cierto es que esos poderosos bigotes hicieron de mí el hombre que soy hoy en día. Y, a pesar de que ahora mismo todos esos bigotes hayan dejado este valle de lágrimas que es la vida, siempre permanecerán no sólo en mi memoria, no sólo en mis recuerdos o pensamientos, sino en mí mismo. Soy el bigote de mi padre, el de mi abuelo, el de Freddie y el de Juan Antonio. Y el de todos los demás. Todo ello a pesar de que un servidor no lo luzca físicamente, pues lo intenté durante un año contra viento y marea para acabar cediendo por la barba completa. Pero noto su poder. Lo atesoro como símbolo; ojo, como como símbolo hípster, ni como la payasada esa de dejarse el bigote en noviembre, ni como moda pasajera, sino como homenaje a todas esas personas que me permitieron subirme a sus hombros de gigante.