Be batracio, my friend
Podría decir que la culpa fue de Francisco Ibáñez. Y seguramente lo es. Mi léxico para insultar tiene más que agradecerle al superintendente Vicente que a cualquier personaje, real o ficticio, que podáis imaginar. Oye, que sí, que llamar cabezabuque o papafrita a alguien tiene su puntito, como amenazarle con morderle el páncreas o apuñalarle la vida, pero llamar batracio a alguien supera cualquier límite de hilaridad. Batracio. Joder, es que tiene una sonoridad maravillosa. También podías insultar a alguien llamándolo gaznápiro o animal de bellota, todos ellos insultos mortadelescos, pero batracio es una de esas palabras que me adhirieron al cerebro reptiliano como sinónimo de carcajada instantánea. Y hasta aquí hemos llegado: diciembre de 2017. Ahí es nada.
El caso es que la cosa viene de antes, aunque Ibáñez tuviera algo que ver. Ya a principios de la suprema década de los 90, un servidor sentía una fascinación malsana por los reptiles y los anfibios. De hecho, hasta me regalaron un libro con todas las clases de anfibios y reptiles de España y Europa, que todavía conservo, y me pasaba horas leyéndolo, como si para un niño de 7 años tuviera algún tipo de sentido conocer las diferencias entre un podarcis hispanicus (una lagartija común, vamos) y un timon lepidus (un lagarto ocelado común). Pero lo sabía. Igual que te sabía señalar decenas de especies diferentes de dinosaurios. Y descubrí, para mi regocijo, que el sapo común se llama bufo bufo. Batracio y bufo bufo. Palabras que en mi boca iban a tener más recorrido que ninguna otra, os lo aseguro.
Aunque lo mejor son los caretos. En efecto, llamar batracio a alguien, o sapo, para que me entiendan los millenials y otros analfabetos funcionales, puede resultar gracioso, pero si imaginamos el rostro de un sapo mirándonos fijamente, como con enojo, como si le acabáramos de joder la vida, la hilaridad se dispara y toca techo. Benditos sapos. Alabadas sean las ranas. Los animalistas siempre se olvidan de estos seres, al no ser cuquis ni moninos, pero también son de Dios y también se los merienda la peña. Diré más: saben a pollo, como todo alimento cuyo sabor eligió Yavhé aquél famoso domingo de resaca en el que descansó y dejó que el ser humano llenara de mierda su creación.
Resulta ofensivo que esas aplicaciones infames de smartphone que te ponen orejas de perro, morro de osito feliz o lengua de mamífero, omitan a los anfibios. Lo dicho, no son bonitos, al parecer, y no merecen que hagamos el payaso con ellos; lo cual no sé si es bueno o malo, dicho sea de paso; para ellos, quiero decir. Hay una especie de desdén hacia los batracios. Son feos, son viscosos, ponen jetos carentes de cualquier tipo de emoción. No entran en nuestro canon. Contigo no, bicho.
Pero si lo pienso, ningún batracio, jamás, me ha intentado vender las bondades de las hipotecas fijas en plena enfarlopada. Desconozco si consumen cocaína, pero en hipotecas fijas van flojos y tampoco creo que sepan mucho de las variables. La charla la compran al contado, como debe ser. Tampoco me ha venido ninguna rana a casa a intentar cambiarme de compañía eléctrica ni a hablarme de ningún Dios con el objetivo de pillar pasta. De hecho, ninguno me mira mal si me masturbo o si me parecen bien los placeres sáficos; básicamente porque siempre te miran mal, hagas lo que hagas. Los sapos sudan del consumismo, de las hipotecas y de los dioses.
Pero es que también pasan completamente de política: nunca escucharéis hablar de batracios que huyen a Bruselas para vivir en un palacete e irse de ópera y de vinos mientras habla de opresión. De hecho, tampoco había ranas en el famoso barco de Piolín. No les va el rollo de liarse a mamporro limpio con peña que sólo estaba haciendo un acto de desobediencia. Ni se lían como la pata de un romano con el alcalde, el vecino y los catalanes que hacen cosas. Pero sobre todo no te comen la olla con campañas electorales infumables que atizan pasiones desaforadas para evitar hablar de la gestión de los recursos públicos: para qué hablar de lo que realmente importa cuando puedes vender milagros a las viejas. Las ranas se buscan la vida solitas y no se esconden detrás de políticos incapaces que usan el verbo para destruir. Hay una rana (chiasmocleis ventrimaculata), de hecho, cuyo máximo exponente de la simbiosis animal es llegar a un pacto con una tarántula (xenesthis immanis): la tarántula defiende a la rana de los numerosos depredadores que pretenden comérsela y la rana defiende los huevos de la tarántula de los insectos que pretenden zampárselos; y se zampa, a su vez, a estos insectos. Simple y elegante. Un convenio entre especies. Y es que hasta un batracio es capaz de entenderse con una araña. No esperemos tal cosa de la despreciable condición humana.
Y no, por supuesto que no, claro que no: no cantan ni despacito ni rapidito. Van a su ritmo. Han pasado este 2017 sin follarse las mentes con música machacona e infame. Tampoco han sido guionistas de la penúltima temporada de Juego de Tronos, lo cual pone de manifiesto que psicodélicos sí, pero no absurdos. Los sapos tampoco tienen nada que ver con los mil setecientos catorce casos de abusos sexuales de Hollywood, sean reales o falsos: ellos copulan siempre con consentimiento. Ni se cambian de iPhone cada año, lo cual tiene su mérito, pues ahora hay emoticonos animados para hacer nuestra estupidez más entretenida. Un mes de sueldo, deben pensar los batracios, prefiero gastármelo en agua de charca.
Así que claro, cuando pienso en este 2017, me planteo si realmente llamar batracio a una persona puede considerarse realmente ofensivo o es incluso un halago. Te llamaré feo, pero al menos no has contribuido a dejar que la estulticia campe por sus respetos durante este periodo temporal. Serás viscoso, pero mejor tener la piel natural, aunque mojada, que una piel quemada por la radiación de una máquina que parece un ataúd y que, además, está cubierta por productos cuyo resultado proviene del asesinato de cientos de conejos. Serás serio, tendrás el rostro adusto y pétreo, pero mejor eso que una sonrisa falsa, una risa histérica o un alarido fanático.
La demagogia tiene unos límites aunque sean de decoro intelectual, así que no os toméis este artículo muy en serio. Sencillamente, amad a los batracios. Sed un batracio, joder. Intentad que este año 2018 sea más anfibio y menos humano; quizás de ese modo no se nos caerá la cara de vergüenza cada 31 de diciembre.