¿Y ahora qué? Ahora nada.
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No soy una persona a la que agrade el periodo estival para remojarse en agua salada o para simular a un lagarto bajo el sol. O simular a una tostada, mejor dicho. Todo depende del tiempo de exposición, del tipo de piel y de la falta de sentido común; remitiéndome, sobre el último particular, al apotegma de Descartes. No, no me gusta. De hecho, ir a playa me desagrada. Quizás una playa paradisíaca sin nadie a mi alrededor, agua cristalina y acogedora sombra natural, bajo un árbol o un saliente de roca, podría hacer mis delicias, pero normalmente me veo abocado a compartir estercoleros con gente inmunda. Aguas putrefactas, niños chillones, viejas abyectas con cuerpos infames, sol abrasador, arena en el bañador y chiringuitos que te venden cerveza cual si nos halláramos en el Chicago de los años 20, cual si la Ley Seca estadounidense siguiera vigente y pudieran cobrarte unos centilitros de alcohol a precio de roca lunar. En fin. El caso es que a veces toca. Tengo que hacerlo. Por aburrimiento, a petición de un amigo o por cuestiones conyugales. Y ese fatídico día 17 de agosto de 2017 allí me encontraba, en la playa de la Mar Bella, Barcelona, en remojo, cuando me enteré de los atentados que habían tenido lugar en esta misma ciudad.
Un borracho, pensé al principio. No se daba demasiada información: un tipo en una furgoneta se había colado en mitad de las Ramblas y había provocado múltiples atropellos. Habrán sido los frenos, quizás. O las copas de Soberano, que son traicioneras después de comer. Las Ramblas están a pie de calle, así que era una explicación plausible, o al menos a mí me lo pareció. Total, que dejé a un amigo en la arena para que fuera informando y me metí en el agua. Esquivé algas putrefactas, me adentré varios metros y dejé atrás a todos esos guiris que abarrotaban la orilla como chinches. Me quedé haciendo el muerto, acunado por las olas, imaginándome muy lejos. No tardé demasiado en regresar, para mi desgracia, para encontrarme con una realidad espantosa: el atropello de las Ramblas no lo había perpetrado un borracho, sino un terrorista que se había llevado por delante a decenas de personas desde la entrada de las Ramblas del FNAC hasta el monumento de Miró. Me enganché al teléfono móvil. La información continuaba siendo confusa y quería saber qué cojones había pasado.
No voy a entrar en los dimes y diretes del atentado, pues son conocidos sobradamente o pueden conocerse a través de otros medios más fidedignos, extensos y completos que un artículo de mi blog. El hecho es que este atentado ha dejado 16 muertos y más de medio centenar de heridos. Mismo modus operandi que en otras ciudades europeas como Niza. Mismo motivo que en Londres, Berlín o París, que hasta la fecha continúa ostentando el triste hito de acumular mayores víctimas por terrorismo islámico. Nada nuevo, en definitiva. Ni extraño. Más de lo mismo que venimos acumulando en los últimos años, con la única particularidad de que había sido perpetrado en la ciudad que me vio nacer, en la ciudad en la que he vivido muchos años, en la que trabajo. Aquí y ahora, no allí y ayer. Pero el problema de fondo no tiene nada de nuevo.
¿Y ahora qué? Nos ha tocado a nosotros. Es muy fácil ponerse un avatar con la bandera de Francia, compartir un dibujo de Charlie Hebdo o hacer un comentario sentido desde la distancia. Ahora es aquí. En tu ciudad. En tu casa. No es nada nuevo, como he señalado en el párrafo precedente, pero la nariz que sangra, ahora, es la tuya y la mía. El puñetazo ha sido en nuestra cara. Sé que la solución no es generalizar, ni culpabilizar a todos los musulmanes. Ni hay que favorecer el racismo. No, la cosa no va por ahí. Pero hay que hacer algo… ¿o no?
Pues no. Lo que tenemos, hasta la fecha, es un debate intenso sobre los bolardos. Que si son necesarios, que se hubieran evitado el atentado, que si los ponemos con una maceta en su interior con hermosas flores, que si puede ser extraíble o retráctil, que si se avisó a la alcaldía de la ciudad, que si todos somos expertos en esa puta mierda de mobiliario urbano. Al parecer, olvidamos, en nuestra suma inteligencia, que estos asesinos tenían pensado atentar también con bombas caseras. Y por todo el mundo es sabido que, eh, si llevas una bomba lapa en tu pecho con metralla a espuertas y una copia del Corán en el bolsillo de la chaqueta, ni se te ocurra enfrentarte a un bolardo. Con su maceta retráctil, un bolardo reduce al terrorista en un santiamén, desactiva la bomba y así mismo lo convierte en un ciudadano modelo que hasta repercute el I.V.A. en sus operaciones comerciales. Cómo no se nos ha ocurrido antes.
Lo que tenemos, además de los bolardos, son tertulianos. Sí, esa gente maravillosa, esos adalides de sabiduría que impregnan con sus disertaciones las tertulias televisivas y radiofónicas. Comenzaron con los bolardos, pero no se detuvieron allí. Continuaron dando juiciosos consejos a la policía sobre cómo deben realizar su labor o criticando, a toro pasado, su falta de criterio, colaboración entre cuerpos y traslado de información. Algunos, aunque me cueste reconocerlo, pueden tener algo de razón, pero cuando estos comentarios son proferidos por personas sin ningún tipo de especialización, ni conocimiento científico, ni policial, ni de ningún tipo, de nada sirve que una flecha dé en el centro de la diana, pues se confunde con todas las demás flechas, que lo circundan. Qué harían los medios de comunicación sin la bocachanclez contumaz de los tertulianos. O sin su analfabetismo crónico. Quizás periodismo serio. Sólo quizás.
Y bueno, cómo no, también tenemos a los periodistas. Un contertulio es un mero peón, un soldado, pero todo Ejército tiene sus generales, aunque sea el de Pancho Villa. Ésos que, durante el minuto de silencio multitudinario realizado en el lugar de los hechos al día siguiente del atentado, se dedicaron a comentar, en voz baja, eso sí, lo bonitas que eran las flores. Ésos que se dedican a hurgar en la vida de los terroristas para que conozcamos su lado más humano. Eran unos chavales cojonudos, al parecer. Siembre saludaban. Ésos que inventan noticias, señalando que el mosso d’escuadra que abatió a los terroristas en Cambrils era legionario o que el atentado ha sido perpetrado por el C.N.I. contra el pueblo catalán. Ésos que aprovechan para hacer carnaza. Buitres que aprovechan la carne de las víctimas para llenar sus barrigas.
Pero eh, no se preocupen, que tenemos a los políticos. Y aquí la cosa va en serio. Pues, cómo no, es más importante el idioma en el que se expresan los cuerpos policiales que la información que éstos ofrecen. Bueno, y cómo vamos a desaprovechar la ocasión para ponernos al frente de una manifestación con rostro compungido, aunque nos importe una mierda lo que ha pasado y hagamos negocios con Arabia Saudita. Y, bueno, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, no vamos a perder la ocasión para hacer proselitismo nacionalista. Venga, sacad las banderas, desempolvad el discurso, lucid vuestra superioridad moral al viento como si no hubiera un mañana; saquemos buena tajada de todo esto. Los periodistas se han llevado lo más sabroso de la carne de las víctimas, pero los políticos todavía podemos sacar algo del hígado o de alguna víscera. Los huesos deben quedar mondos y lirondos. Hay gusanos que se dedican a limpiarlos hasta dejarlos convertidos en relucientes esqueletos. Seamos gusanos.
Y si por ello fuera poco, que no lo es, la población civil también ha hecho de las suyas. Efectivamente, tenemos avatar de Facebook con un fondo de la ciudad de Barcelona. Mark Zuckerberg tardó menos de dos horas en prepararlo. Un fenómeno. Y tenemos arte gráfico comprometido que sin duda devolverá la vida a las víctimas. O, mejor aún, tenemos en primicia al padre de un menor de edad asesinado en el atentado diciendo a los cuatro vientos, ante la prensa, que necesitaba abrazar a un islamista. Todo un ejemplo. Como aquellos que cuelgan en Twitter el mismo mensaje repetido hasta la extenuación sobre un taxista magrebí que recogió a una desvalida anciana con problemas de corazón el mismo día de los atentados y no le cobró el servicio, porque no todos los moros son iguales. Pero vamos, nada es más efectivo que asistir a una manifestación para olvidarnos de todo al día siguiente. ¿Qué más se puede pedir?
Pues nada. Todo se ha reconducido a un espectáculo mediático en el que los diversos actores ocupan su papel para la función. Mañana habrá otra obra de teatro, y pasado otra, como la semana que viene. Así que no se puede pedir nada más. El miedo pasará, las lágrimas de cocodrilo se secarán, los avatares se cambiarán por un selfie o una foto de los pies en la playa. Esta piedrecita del zapato desaparecerá... hasta que a alguien le interese volver a ponerla. Y venderemos nuestra libertad por mayor seguridad. Porque ése, y no otro, es el verdadero objetivo del atentado: el terror. Y el terror, en nuestra querida sociedad occidental, siempre se traduce en pérdida de libertad. No hay nada más seguro que una jaula.
Así que, ¿ahora qué? Ahora nada. La función ha empezado, se ha interpretado y está cerca de concluir. Saldremos a seguir con nuestras vidas, ajenos a la realidad. Ajenos a que hay gente dispuesta a morir por una religión. Ajenos a que la vida siempre es un lugar terrible, inseguro y lleno de injusticias. Ajenos al problema social que ya tenemos en la actualidad y que sólo va a ir a peor. Ajenos al hecho de que la paz que tenemos camina sobre terreno frágil y que sólo con tesón, fuerza y decisión la podremos mantener. Ajenos a nuestra propia cobardía maquillada por fuegos de artificio.
Así que no te preocupes, Yassin, hijo de Tomasa, Al-Andalus caerá en tus manos como una fruta madura y podrás comprarte una afeitadora cojonuda para arreglarte esa barba chunga que me llevas. Tampoco te preocupes tú, querido político, cuando justifiques tu enésimo recorte a las libertades o cuando la población acepte que pinches sus teléfonos y leas sus e-mails, podrás ahorrar costes de campaña que podrás ocupar en otros menesteres más agradecidos, como putas o farlopa. Que nadie se preocupe. Aquí no ha pasado nada.