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Si bien entiendo, y respeto, que la gente siga tradiciones, ya sean de nuevo cuño o milenarias, yo siempre me he mostrado reticente a este tipo de eventos y, cada vez más, los aborrezco profundamente. Entiendo, como digo, que las tradiciones son un anclaje cultural esencial en la historia de la Humanidad, pero yo prefiero verlo desde la barrera, analizar su importancia desde fuera, detrás de la ventana, alejado del rebaño. No se trata de una suerte de arrogancia pretenciosa, no, en absoluto. Que cada uno haga lo que quiera. No juzgo. Pero a mí no me pidáis que me coma doce uvas en fin de año convencido de que den suerte, ni me digáis que tengo que demostrarle amor a mi mujer comprando un peluche el día de los enamorados, ni me hagáis darle con un palo a un trozo de tronco para que defeque presentes, ni me exijáis, por supuesto, que visite un cementerio el día 1 de noviembre. Algunas de estas cosas las haré en tanto en cuanto vivo en sociedad y tengo que tolerar ciertas servidumbres, pero no es algo que anhele ni que me apetezca en absoluto. Lo analizaré y comentaré, si me llaman la atención, cual si de un curioso evento se tratase, pero evitaré participar en ellos siempre que pueda.
En cuanto a esta festividad en concreto, que se celebra hoy mismo, sé que durante muchos años he defendido la castañada frente a Halloween; el día de Todos los Santos frente a otras tradiciones que nada tienen que ver conmigo; y es que, en efecto, si se trata de tradiciones, prefiero las que están arraigas a mi tierra que las que han sido importadas de otras culturas. Concededme esta pequeña concesión patriótica. Y es que qué sería el hombre sin contradicciones. Yo las tengo, las acepto y no las oculto. Por ello, aunque yo no siga tradiciones, ni me crea el envoltorio mágico que las rodea, ni participe de ellas, siento cierto respeto hacia las que están arraigadas en mi tierra. Así que sí, odio la tradición de comerse las doce uvas en fin de año, porque ni magia, ni suerte, ni pamplinas -de hecho, su origen es de todo menos mágico: unos agricultores alicantinos tuvieron excedente de uva en el año 1909 y lograron popularizar una costumbre exclusivamente madrileña y burguesa de finales del siglo XIX a toda España-, pero aún así me parece una costumbre simpática y nunca me he negado a realizarla; aunque de vez en cuando cambie las uvas por olivas. Lo odio pero me parece simpático y lo hago. Pequeñas contradicciones.
Puede, y digo puede pues no estoy seguro, y de hecho acabo de caer en la cuenta, de que el hecho de que haga cosas que aborrezco desde una perspectiva intelectual tiene que ver no tanto con el arraigo de la tradición, sino con mi propio arraigo familiar. Volviendo a las jodidas uvas, que me suelen gustar más en estado líquido, dicho sea de paso, siempre he celebrado este evento anual rodeado de mis padres y mi hermano. Ya sea en un restaurante con otros amigos, por todo lo alto, o en la intimidad de nuestra casa, con una escueta cena y una copa de cava, era un momento que compartía con mi familia y que no les podía negar. Así que puede que no sea una contradicción, sino una balanza que se decanta. Una de esas cosas en la vida que se hace por empatía, por sentirse parte de algo más grande que uno mismo.
Y sí, lo mismo puede decirse del día 1 de noviembre. Odio los boniatos, no me gustan los panellets, me gusta comer castañas cuando me apetecen y detesto ir a cualquier cementerio. Pero mañana, quiera o no quiera, sabré que es el día de Todos los Santos. El Día de los Muertos, como se celebra en México, al haber fusionado sus tradiciones ancestrales con las tradiciones exportadas por el Imperio Español. Y sabré que, como todo el mundo, he perdido seres queridos. La Parca se los llevó de manera inexorable, como me llevará a mí algún día, y el hecho de que tengan una festividad propia no responde más que a un anhelo humano tan antiguo como la misma Humanidad: rendir homenaje a aquél que ya no está entre nosotros. Mirar a la muerte a la cara. Decir, alto y claro, que no olvidamos. Que la vida es pasajera y la muerte es la fija, pero la memoria es algo etéreo que pervive.
Yo no pienso ir a ningún cementerio. Ni hoy, ni nunca que pueda, por lo menos de manera voluntaria. No me interesa volver a ver el nicho en el que descansan eternamente mi abuelo y mi padre. Ellos ya no están allí. Huesos, polvo, pino y cemento. Eso ya no es ni mi padre ni mi abuelo. Ellos viven en mi memoria, como en la memoria de la gente que los amaba, y sus restos mortales ya no tienen la menor importancia. Entiendo, como he dicho, que haya gente que necesite ese vínculo terrenal con sus seres queridos. Que necesiten llevarles flores. Hablarles. Visitaros en algún lugar. Pero no es mi caso.
No podré, como he dicho, no pensar en ellos, ni puedo huir de la incidencia que tiene esta tradición en mí. Pero lo que sí puedo es rendirles homenaje a mi propia manera. Desmarcándome. Creando mi propia tradición, si me permitís el atrevimiento. El día 1 de noviembre nos recuerda que somos mortales y nos recuerda a aquellas personas que nos han dejado atrás, pero nosotros, los que nos quedamos, los que tenemos que transitar todavía por este valle de lágrimas al que llamamos vida, tenemos que seguir hacia adelante. Siempre. Es lo que querrían las personas que ya no están.
El show debe continuar. Me lo dijiste el mismo día en el que te ibas de este mundo injusto, Alfredo. No con esas palabras, claro, sino mostrando una sana resignación ante lo inevitable, pues acababas de volver de un entierro. “Es lo que hay, hijo, hay que tirar hacia delante”. Y tenías razón. Siempre la tenías. The show must go on, que diría tu querido Freddie Mercury. Y que hoy me recuerda a ti.
Y lo hará.
El día 2 de mayo de 2015, mi mujer y yo nos desplazamos a Madrid para ver la exposición de la serie de HBO Juego de Tronos. Gracias a las gestiones realizadas por mi mujer en no sé qué página web y por mediación de una especie de sorteo, ganamos dos pases gratuitos para ver la referida exposición, por lo que, fanáticos que somos de la obra de George R.R. Martin y con las expectativas muy altas, compramos sendos billetes de AVE y nos plantamos en la capital de España como niños que van por primera vez a un parque de atracciones. Al llegar a la exposición, nos encontramos una fila colosal, por lo que nuestra ilusión se desinfló sin remisión al imaginar varias horas de cola. Pero no. Todo quedó en un susto. Por un jodido día, la suerte nos sonreía a mí y a mi mujer, acostumbrados a recibir siempre la cruz de la moneda; y es que, con este tipo concreto de entradas gratuitas, teníamos absoluta preferencia para entrar a la exposición. Nerviosos, sonrientes, y con ese gusanillo en el estómago que tan poco abunda en la edad adulta, entramos a los pocos minutos de esperar en una ridícula cola, en cuanto unos tipos disfrazados de Inmaculados nos cedieron el paso.
Os aseguro que mereció la pena. Mereció la pena levantarse a las cinco de la mañana para coger el tren, caminar dos kilómetros por Madrid hasta llegar a la exposición y acojonarnos, aunque fuera momentáneamente, con aquella interminable cola: La corona de Joffrey Lannist…. esto, Baratheon; la espada de Gregor Clegane, la Montaña que cabalga; el vestido de Daenerys Targaryen; el atuendo de Jon Snow en la Guardia de la Noche, incluyendo la espada Garra; el rubí rojo de Melisandre; el casco hecho de huesos de Casaca de Matraca e incluso la maravillosa espada Guardajuramentos, o Hielo, siendo todo este atrezzo original de la serie de HBO, nos hicieron pasear por la exposición con la boca abierta y los ojos abiertos hasta ocultar los párpados. Pudiendo tocar, apreciar en directo, sentir, comparar. Tener en frente. Incluso tuvimos ocasión de echar un buen rato con actividades interactivas con dragones, convertirnos en caminantes blancos por un instante y, ni que decirlo tiene, sentarnos en el Trono de Hierro. Una experiencia alucinante.
Hubo peros, por supuesto. Siempre tiene que haber un pero. En este caso, el pero estaba personalizado en una mujer rubia, de voz hiriente, vocabulario patibulario y compañía infame que debía rondar los 40 días del nombre. Su repelente tono de voz y su afán desmesurado por “la kalise”, como si Daenerys Targaryen fuera un puto helado de la marca de Andrés Iniesta, nos provocó notoria incomodidad. Y encima parecía que nos seguía. Soy la reina, decía. Me he dejado los dragones en casa haciendo la colada. Me llamo Khalessi –título equivalente a reina, no a nombre de persona-, debéis arrodillaros. Su puta madre. Lastimosamente, semejantes horteradas no eran patrimonio exclusivo de esa petarda, sino que había numerosos anormales rondando por allí. En fin, cuando un producto cultural se masifica provoca que determinadas personas tóxicas integren sus huestes para escarnio ajeno.
En cualquier caso, es indudable que la serie de televisión de la HBO ha supuesto una maravillosa expansión del universo creado por George R.R. Martin. Si bien no alcanza el nivel de los libros, que tienen una profundidad escandalosa, cincelan a los personajes con exquisitez narrativa y, realmente, crean una ubérrima realidad ficticia, ha conseguido recrear en imagen y sonido lo que hasta la fecha era lectura e imaginación, procurando así que el fenómeno de Canción de Hielo y Fuego lograra la gran difusión mundial que atesora en la actualidad. Y es que Benioff y Weiss, directores de la serie, pese a algunas infamias de ingrato recuerdo y determinadas incoherencias y absurdeces argumentales, han hecho un buen trabajo. Tyrion Lannister, uno de los personajes favoritos de la saga, ha ganado varios enteros gracias a la sublime interpretación de Peter Dinklage. Olenna Redwine, madre de Mace Tyrell, es un personaje muy secundario en los libros, pero gracias a la espectacular Diana Rigg ha cobrado mucho protagonismo en la serie y su actuación siempre genera mucha expectación. Pedro Pascal borda el personaje de Oberyn Martell, pese a su diferencia física con los libros. Y qué decir de Charles Dance, por favor. Tywin Lannister ya era épico, pero con este actorazo interpretándolo, alcanza categoría de Dios viviente. Bueno, ya no, pero ya me entendéis. Su mano continúa siendo alargada.
La banda sonora, a su vez, es prodigiosa. Por mediación de un artista llamado Ramin Djawadi, compositor alemán apadrinado nada menos que por Hans Zimmer, la banda sonora de la serie Juego de Tronos ha sorprendido a propios y a extraños. De hecho, su trabajo no se ha limitado a la mera creación de la introducción del capítulo, sino que ha utilizado el recurso cinematográfico del leiv motiv por asociación para dotar de contenido musical a cada una de las grandes Casas de Poniente. Cada una de las temporadas de la serie ofrece nada menos que 174 minutos de composición musical, esto es, dos cd’s completos, por lo que estamos ante una obra colosal. Qué decir, así mismo, de su épica, su instrumentación y su ambientación. Con tan solo escuchar los primeros acordes de una de estas canciones, sabemos que la escena trata de los Stark, los Targaryen, los Greyjoy, los Baratheon o, por supuesto, de los Lannister.
Los Lannister. Odiados por muchos, amados por otros tantos, el hecho cierto es que no dejan indiferente. Y gran parte de la importancia que tienen en la saga ha sido labrada con sangre por Lord Tywin Lannister. De ello da fe, en concreto, su leiv motiv. La melodía que inspira terror a sus enemigos. La composición que enaltece los corazones de sus banderizos. La última canción que escuchó Rob Stark. Las lluvias de Castamere.
Las lluvias de Castamere
Para comprender la letra del leiv motiv de la Casa Lannister, y su importancia, debemos centrarnos en la historia de uno de los más complejos personajes de Canción de Hielo y Fuego: Tywin Lannister. Para ello debemos conocer su sistema de valores, sus miedos, sus objetivos vitales; su personalidad, en suma. Sólo entonces entenderemos el alcance de las Lluvias de Castamere. Sólo entonces, cuando escuchemos esta espectacular canción, profundizaremos en su significado. Y desearemos no ser su enemigo.
Muchos personajes de Canción de Hielo y Fuego centran todo su sistema de valores en el honor. Ejemplos hay muchos, entre los que se encuentran Eddard Stark, Rob Stark, Jon Nieve, Brienne de Tarth, Yhon Royce o incluso el propio Jaime Lannister. Si bien este último ha necesitado un hito fundamental en su vida para conocerse a sí mismo y empezar a actuar según este criterio, su desarrollo en la saga ha tenido por objeto recuperar su honor perdido en la espalda de Aerys II Targaryen, incluso desafiando a su padre, a su hermana y a sus propios intereses. El honor nunca es fácil en el mundo de George R.R. Martin. Ni lucrativo.
Otros personajes, como Petyr Baelish, centran su sistema de valores, o más bien su objetivo vital, en la ambición. En contraste con el honor, la ambición no entiende de medios válidos o inválidos para conseguir un fin, y nuestro querido Meñique no tiene el más mínimo problema con realizar acciones execrables para conseguir sus objetivos. Por otro lado, personajes como Arya Stark encuentran su objetivo vital en la venganza. No es para menos, diréis, con la vida que ha tenido. Y es que, al final, parece que el sistema de valores de los personajes tiene mucho que ver con la vida que han tenido. Con sus propias circunstancias.
Tywin Lannister no es la excepción. Su objetivo vital es único y sencillo: la familia. Seguro que muchos de vosotros pensáis que no, que en realidad es un hombre ambicioso, sin escrúpulos, arrogante y desprovisto de empatía; pero, en realidad, todos sus actos van encaminados a defender y ensalzar a su familia. La familia como principio y fin. El apellido. La sangre. En realidad, podríamos decir que es un tipo de honor, pero en realidad se aproxima más al concepto de orgullo.
Todo tuvo su origen en la infancia que le tocó vivir. Tywin Lannister nació en el año 242 después de la Conquista de Aegon I Targaryen (en adelante, AC, siglas en inglés), siendo hijo primogénito de Lord Tytos Lannister, Señor de Roca Casterly y Guardián del Occidente. En aquella época reinaba Aegon V Targaryen, el hermano del maestre Aemon, más conocido como Egg por los lectores de las aventuras de Duncan el Alto. Un rey cabal, sensato y cercano al pueblo, quizás por la vida que había tenido; un hombre adelantado a su época, que tuvo que lidiar con las relaciones incestuosas de sus hijos, con la Cuarta Rebelión Fuegoscuro, con una pequeña revuelta de las Tierras de la Tormenta por un desaire de Lyonel Baratheon, entre otros asuntos que lo llevaron de cabeza.
Tytos Lannister no ayudaba, en absoluto, a la tranquilidad del bisabuelo de Daenerys Targaryen. Al contrario, como Guardián del Occidente, era un verdadero desastre, pues al ser un hombre bonachón, complaciente, blando de carácter y poco resolutivo, los señores menores se le subían literalmente a sus rubias barbas. Para ejemplos, tantos botones como en una camisa: Tytos concedía créditos cuyo reintegro no reclamaba; no exigía el pago de los impuestos para no importunar a sus señores vasallos, creyéndose cualquier excusa; era muy dado a la broma e incluso permitía que se rieran de él y, poca broma, casó a su única hija con un Frey por no llevarle la contraria al despreciable Walder Frey. La Casa Lannister se hundía sobre sus cimientos, dilapidando su prestigio, su honor y su oro. Tytos era un mantequitas blandas. Un pringao de manual, vamos. Aegon V, de hecho, se vio obligado a intervenir las tierras de Occidente en más de una ocasión frente a semejante desgobierno.
Estas particulares circunstancias auspiciaron el auge de algunas casas menores de las tierras de Occidente que, frente a la debilidad de Roca Casterly, aprovecharon la tesitura para su propio beneficio. Una de las casas más pujantes fue la Casa Reyne. Su poder y riqueza ya era considerable antes del señorío de Lord Tytos, pero su negligencia les facilitó la empresa. Roger Reyne, apodado el León Rojo, considerado como una de las espadas más mortíferas de Occidente, era uno de los principales acreedores de los Lannister; pero como he comentado, Tytos el gatito, más que el león, no tenía las suficientes agallas para reclamar la devolución de los innumerables préstamos que le adeudaban. Ni los impuestos, por supuesto. Y mucho menos al León Rojo.
Tywin, que era hombre de marcado carácter, abominaba de ese modo de gobernar Occidente. Dicen que, cuando su padre accedió a casar a su hija Genna Lannister con el asqueroso Emmon Frey, el único que se opuso con vehemencia fue Tywin, pese a su corta edad. Tywin dio muestras de una gran fortaleza desde muy joven, pero fue la Guerra de los Reyes Nuevepeniques la que acabó de cincelar su pétrea personalidad. Habiendo sido nombrado caballero por el mismo Rey con tan sólo 18 años, habiendo combatido hombro con hombro con el príncipe de Rocadragón, un tal Aerys que todo el mundo conocería posteriormente por el mal nombre del Rey Loco, y habiendo luchado con gran fiereza, como corresponde a un león de la Roca, tomó una firme determinación al regresar a su hogar: restaurar el orgullo y poder de Roca Casterly.
Pasando por encima de su padre, Lord Tytos, que manifestó una débil protesta, Tywin Lannister organizó un piquete junto con su hermano Kevan y se dirigió a todos los acreedores de Roca Casterly a fin de exigir la devolución del oro prestado y el pago de sus impuestos. Muchos lo hicieron, sorprendidos por la audacia del joven león; incluso Harys Swift, al no poder pagar sus deudas, entregó a su hija de rehén a los Lannister en prenda, haciendo honor a su emblema, como diría Genna Lannister –una gallina azul sobre campo de oro. Los señores menores, tras años de desdén hacia su señor feudal, hincaron la rodilla ante los arrestos de Lord Tywin. Pero no todos aceptaron este cambio de política. Se dice que el León Rojo se descojonó ante el requerimiento de pago de los Lannister, pero su oposición fue pasiva, limitándose a no atenderlo. Peor decisión tomó Lord Walderan Tarbeck, que se personó en Roca Casterly airado por la exigencia de devolución del préstamo con el objeto de tratar de persuadir a Lord Tytos… pero a quien se encontró fue a Lord Tywin, así que Lord Walderan dio con sus huesos en una mazmorra profunda por su insolencia. Como respuesta, Lady Tarbeck, hermana del León Rojo, secuestró a tres Lannister. Pintaban bastos. Comenzaban a sonar los tambores.
Y cuando parecía que las piezas del ajedrez se habían dispuesto para la batalla que ansiaba Tywin Lannister para someter a los señores díscolos, intervino Lord Tytos. Devolvió sano y salvo a Lord Walderat Tarbeck a su castillo, organizó una cena en Castamere, asentamiento ancestral de los Reyne, y brindó por una amistad duradera entre los Lannister, los Reyne y los Tarbeck. Todo lo que había conseguido Tywin Lannister había quedado en nada. Si hubiera sido Stannis Baratheon, Tywin se habría roto los dientes de tanto rechinarlos. Pero como hemos dicho, nada ni nadie podían quebrantar la determinación de Tywin Lannister; y cuando, un año después, envió sendos cuervos a Torre Tarbeck y Castamere requiriendo a sus señores a presentarse a Roca Casterly para responder por sus crímenes, ambas casas se alzaron en rebelión abierta. Tywin lo sabía, Tywin lo esperaba y Tywin, ciertamente, provocó la situación.
Presto y veloz, Lord Tywin Lannister se puso al frente de quinientos caballeros y tres mil hombres armados y cayó como una avalancha sobre los vasallos de Torre Tarbeck. Lord Walderan, que no esperaba en absoluto esta rápida respuesta, se dispuso a contraatacar de manera apresurada, pero todo fue en vano. Todos cayeron en el campo de batalla. Tywin Lannister decapitó a Lord Walderan y a sus hijos y clavó sus cabezas en picas que se alzaron en la vanguardia de su ejército al dirigirse hacia Torre Tarbeck. Lady Tarbeck, al ver al ejército Lannister ante sus puertas, confió en sus muros para frenar a los atacantes y se dispuso a soportar un largo asedio. Pero una gran roca lanzada por un trabuquete contra la torre principal acabó con sus posibilidades y con su vida. Según dice el maestre Pycelle, una de las pocas veces en las que se vio a Lord Tywin Lannister sonreír fue ante el derrumbamiento de Torre Tarbeck. Caído el castillo, se pasó por la espada a todo rastro de la familia Tarbeck y se incendió su asentamiento hasta los cimientos. Los Tarbeck habían sido masacrados de manera inmisericorde.
El León Rojo, que había recibido un cuervo de su hermana pidiendo ayuda, inició una cabalgada desesperada para socorrer a Torre Tarbeck, pero al llegar no encontró más que ruinas incendiadas. Tampoco sirvió para nada que tratara de coger desprevenidos a los Lannister en su campamento, pues éstos lo superaban en número del orden de cinco a uno. El León Rojo volvió a Castamere herido y con el rabo entre las piernas, dispuesto a resistir un asedio, pues no disponía de suficientes fuerzas para contener a Lord Tywin.
Sobre Castamere, cabe decir que se trataba del asentamiento ancestral de los Reyne, como he comentado anteriormente. Su riqueza, como la de los Lannister, se centraba en sus minas de oro. Su castillo, como el de los Lannister, estaba excavado en una roca, y se decía que la práctica totalidad del mismo se encontraba bajo tierra. Y su emblema, como el de los Lannister, era un león rampante, pero éste era de color rojo, y el de los Lannister, dorado. Demasiadas similitudes. Demasiado poder. Lord Tywin no lo iba a tolerar.
Las huestes de los Lannister llegaron a Castamere en pocas jornadas. Un castillo cerrado a cal y canto los aguardaba con guardias apostados a las puertas con el objeto de obligaros a cruzar por una estrecha puerta para entrar en su interior. Vamos, la estrategia de Leónidas en las Termópilas. Pero Tywin Lannister era mucho más audaz que todo esto. Conocedor del terreno, de los secretos de la Casa Rayne y de sus propias debilidades, tomó una estrategia que no le iba a costar ni un solo hombre. Taponó todas las entradas a las minas de oro de los Rayne impidiendo que nadie pudiera huir del castillo y desvió el río Castamere, que daba nombre al asentamiento, hacia una de estas entradas, que había dejado abierta para tal fin. La gravedad, el agua y el hecho de que la práctica totalidad del castillo estuviera bajo tierra hicieron lo demás. La Casa Reyne fue extinguida de un solo golpe. Y los cadáveres de todo Reyne que fue capaz de capturar Lord Tywin, vivo o muerto, fueron colgados de las puertas de Roca Casterly hasta su total putrefacción.
“Y ahora las lluvias sollozan en sus salones y ni un alma las oye”, le dijo Cercei Lannister a Margaery Tyrell en la serie de Juego de Tronos al recordar los hechos acaecidos durante la rebelión de los Reyne, que era la segunda familia más rica de Poniente. “Los arribistas más ambiciosos no se detienen en el segundo lugar, si llegan al último escalón verán más lejos que los demás, se quedarán solos con el cielo azul encima”, le advierte Cercei, haciendo referencia al León Rojo. Y es que cuando un bardo compuso la canción de Las Lluvias de Castamere en honor a Lord Tywin y éste la adoptó como el himno de su Casa, su sola mención o su mera escucha era suficiente para causar terror. Que se lo digan a Robb Stark.
"And who are you, the proud lord said, ¿Y quién sois vos, dijo el altivo Lord,
that I must bow so low? Que tan bajo inclinarme debo?
Only a cat of a different coat, Solo un gato de distinto pelo,
that's all the truth I know. Es toda la verdad que entiendo
a lion still has claws, Un león continúa teniendo garras,
And mine are long and sharp, my lord, y las tengo largas y filosas, mi Lord
as long and sharp as yours. tan largas y filosas como vos.
And so he spoke, and so he spoke, Y así habló, y así habló
that lord of Castamere, El Lord de Castamere
But now the rains weep o'er his hall, Pero ahora lluvias lloran en su salón
with no one there to hear. con nadie que las escuche."
La familia. La familia estaba por encima de todo para Lord Tywin Lannister. La masacre de los Reyne de Castamere, de hecho, no fue más que un primer evento, puesto que, posteriormente, consiguió que su hija Cercei se casara con el Rey Robert Baratheon, aplastó la rebelión norteña encabezada por Robb Stark, se alió con los Tyrell para fortalecer su posición y, en definitiva, se apoderó de Poniente en poco menos de 30 años. Su objetivo era que el nombre de su familia fuera grabado en fuego en la historia de Poniente y, realmente, murió pensando que lo había conseguido.
Pero Lord Tywin tenía un miedo. Un miedo atroz que nunca revelaba a nadie y que no se muestra de manera abierta en ningún pasaje de la novela. Su punto débil siempre había sido su hijo Tyrion. Enano, deforme, dado a los vicios, Lord Tywin lo despreciaba absolutamente, pero en el fondo sabía que él era su verdadero heredero. Jaime Lannister es un gran guerrero, un hombre formidable, pero no tiene ni la inteligencia ni la astucia de su padre. La misma Genna Lannister, hermana de Tywin, se lo dijo ante las puertas de Aguasdulces: “Jaime, cariño, te conozco desde que eras un bebé que mamaba del pecho de Joanna. Sonríes como Gerion y peleas como Tyg, y hasta tienes algo de Kevan; de lo contrario no llevarías esa capa... Pero el verdadero hijo de Tywin es Tyrion, no tú. Se lo dije a tu padre en cierta ocasión, y me retiró la palabra durante medio año. A veces, los hombres pueden llegar a ser tan estúpidos... Hasta los que aparecen una vez cada mil años.”. Y, finalmente, murió por su mano, al no ser capaz de aceptarlo, al no ser capaz de comprender algo así. Al sucumbir a sus prejuicios. Al mandar a la única mujer que había querido a Tyrion por sí mismo y no por su apellido a donde quiera que vayan las putas.
Sobre Tywin Lannister, su historia, su legado, su personalidad y sus proezas podría pasarme horas hablando, pero creo que es mejor que os leáis la saga de Canción de Hielo y Fuego, que buceéis por El mundo de Hielo y Fuego, que escuchéis el podcast sobre la Casa Lannister realizado por la web de Los Siete Reinos o que busquéis en Internet teorías, ensayos y comentarios sobre su vida y obra. Pocos personajes de ficción han alcanzado semejante protagonismo. Y es que George R.R. Martin, como su personaje, pasará a la historia por cosas como esta. Por crear este universo. Esta historia. Estos hombres.
Oíd su rugido.