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De repente, te invade una emoción incontrolable, un arrebato pasional, una imperiosa necesidad de hacerlo. Con rictus iracundo, tecleas. El teclado se resiente, pero es sólo un banal instrumento que da forma al contenido de tus recientes desvelos. Clic, clic, clic. La cosa puede ir de pocas palabras a varios párrafos, pero tiene que quedar bien clara. Alguien tenía que decirlo y lo va a decir. Si eres persona con cierta formación, revisas el escrito tras haberlo redactado, buscando incoherencias, fallos sintácticos o faltas de ortografía. Pese a las ganas que tienes que publicarlo, te refrenas y lo vuelves a leer. Perfecto. Es mi opinión. Y es cojonuda. Llegado a este punto, sólo queda apretar el gatillo: la publicas. La muestras al mundo. Da lo mismo si el objeto de la publicación, sea en esta o aquella red social, son las condiciones laborales de los sexadores de papagayos o la reciente sentencia judicial que condena a tal o cual político. Lo importante no es el qué, sino el quién. Yo, yo y yo. Nadie más.
Frente a ello, la buena de Ariadna Paniagua supo dar, ella sí, con la tecla apropiada. Supo ver desde fuera de este absoluto disparate que representan, en pleno 2019, todas las redes sociales –incluyendo a periódicos online, algunos blogs y, por supuesto, casi todas las radios y televisiones, que se han rebajado al nivel del subsuelo para ponerse a la altura de estas plataformas-. Y frente a nuestros tecleos de ordenador, clic, clic, clic, frente a nuestra indignación momentánea y perecedera, frente a nuestras absurdas discusiones y peleas de gallos, Ariadna canta, con su habitual gesto impasible, con su voz queda, inexpresiva: “Que no pase un día sin que des tu opinión de mierda”. Y todos reímos al escucharla. Cuánta razón tienen Los Punsetes con su canción. Aplausos.
El problema es que Ariadna no se refiere a ellos, o a él, sino a nosotros, o a ti. Se refiere a todos. Y es que los espejos no sólo reflejan a los demás, sino a cualquiera que se ponga frente a ellos. Es entonces cuando la canción, que puede resultar graciosa o simpática, cuando no políticamente incorrecta –“ha dicho la palabra mierda”, señalarán los ofendidos profesionales mientras se santiguan rezando al nuevo Dios secular del buenismo-, pasa a ser incómoda o incluso dolorosa. No se referirá a mí, ¿verdad? Dudamos. Miramos nuestras opiniones aquí y allí, comprobando si son una mierda y si, en efecto, no ha habido día en el que nos las hayamos ahorrado. Mierda, nos decimos, sin saber si ese epíteto es una simple exclamación por la verificación de un hecho o la más perfecta valoración de nuestras opiniones. Mierda.
Ego. Quizás, mejor que mierda, la palabra que mejor define nuestras opiniones en la red es ego. Vamos, que algunas, sino todas nuestras opiniones, son dejan de ser una manifestación de nuestro yo que pretende imponerse frente al de los demás. Pero es que, joder, yo tengo la razón. Eso no es ego, es una realidad. Y punto. Mirad, mirad lo que he dicho, mirad mis argumentos. Son intachables. Y es que mi bando, sea el que sea, nunca se equivoca, nunca hace nada en balde, nunca da puntada sin hilo, siendo yo uno de los más acérrimos defensores de las causas justas que enaltecen. ¿Por qué no me aplaudís? Hacedlo, joder. ¿A qué esperáis? “Todo lo que piensas es importante. Mejor que lo sueltes cuanto antes.”, sigue cantando Ariadna, sin haber movido ni una ceja frente a tu ego desbordado. Impasible el ademán frente al yo, yo y yo.
Pero, si lo pensamos bien, al final, en el fondo, en realidad, la opinión busca un refuerzo. Un apoyo. Un aplauso. Un like. Al cabo, cuando desnudamos al Rey, vemos que sólo es un hombre. Cuando desnudamos una opinión en la red, vemos que su objetivo, más allá del contenido, es la búsqueda de la aquiescencia pública, de que sabios e ignorantes asientan con la cabeza, de que tal o cual persona nos ponga su espada a nuestros pies. El ego se alimenta de otros egos. Sin embargo, es normal que eso ocurra, pues la gente no es tonta y sabe que tengo la razón. Yo no los busco a ellos, sino que ellos me buscan a mí, anhelando mi sabiduría y mi buen juicio. Mi criterio eléctrico que actúa como imán de voluntades. ¿Por qué no me dais like? Hacedlo. En el fondo deseáis pareceros a mí. Ariadna, mientras tanto, sigue: “España necesita conocer tu opinión de mierda”. Like, like y dislike. ¿Quién se ha atrevido a esto último? Me las pagará.
¿Y qué pasa contigo, Sergio? Pues lo mismo. La diferencia que quizás puede haber entre otras personas y yo no es que algunas de mis opiniones no estén fundamentadas en el ego ni que yo no busque un refuerzo en mis opiniones, sino en que yo soy perfectamente consciente de que, cuando canta Ariadna, también se refiere a mí. Porque sí, muchas de mis opiniones son de mierda. Nadie me las ha pedido, y a pesar de ello las doy. Nadie las necesita, pero yo las vierto sin tener eso en cuenta. Muchas veces tienen más que ver con mi ego que con el objeto de la opinión. Es cierto. Lo reconozco. E incluso este blog puede ser considerado, sin problema alguno, un blog de mierda. Y es que yo, Sergio, en ocasiones peco de arrogante. “Formas parte de ese noventa por ciento, de gente que se cree mejor que el resto.” me canta directamente Ariadna, mirándome a los ojos, sabiendo que le esquivaré la mirada.
El Rey desnudo paseándose frente a toda la Corte. Nadie dice nada, pero todo el mundo lo ve. Eso es lo que nos pasa en Internet. Pero lo peor no es eso, sino que, cuando un niño inocente le dice a ese Rey que se le ve la merienda, todos nos escandalizamos, lapidando al que tiene la osadía de decir las cosas como realmente son. Sin embargo, yo, aunque sea de los que han callado frente al Rey desnudo, no pienso dilapidar a Los Punsetes por señalar lo evidente, aunque me señalen a mí, no sólo a los demás. Al revés, entono el mea culpa, señalo al rey desnudo e intento hacer propósito de enmienda. Y este artículo de mierda quizás sirva para tal fin.
Dijo Julio Anguita, en una entrevista de hace muchos años, cuatro palabras que se me quedaron grabadas: “Programa, programa y programa”. ¿Qué quería decir con ello? Que no importa quién, sino qué. Da lo mismo si tal político o tal partido es ése o aquél; lo importante es si comparten un programa común. Dicho de otro modo, importan los argumentos, no quién los diga. Por ello, nuestras opiniones seguirán siendo una mierda mientras sean marionetas de nuestros egos y tengan bastardas intenciones. Sólo podrán ser opiniones a tener en cuenta si sus argumentos, sus razones, sus palabras, convencen racionalmente. Si convencemos y no sencillamente vencemos, que diría Miguel de Unamuno. Si la empatía se impone al ego.
Sólo entonces, y sólo quizás, Arianda podrá cambiar de canción.
“We can be heroes, just for one day”, cantaba el bueno de David Bowie en una de sus canciones más paradigmáticas. Y es que la heroicidad no es una condición predeterminada en nuestro código genético, como puede ser el color de nuestros ojos o el colon irritable. Tampoco es algo adquirido, porque es una condición que puede darse de manera temporal, coyuntural, fruto de condicionantes; vamos, que puede producirse una vez y sólo una vez. En todo caso, es algo que emerge de la voluntad, por lo que un pusilánime o una persona que se limita a seguir la marea nunca podrá ser un héroe: hará exactamente lo mismo que los demás, lo que de él se espera, oculto entre la masa, homogéneo en su comportamiento. El héroe se alza frente a los demás, por pura voluntad, acometiendo hazañas que se antojan imposibles o, al menos, en exceso desequilibradas en parámetros de coste-beneficio. Irreflexivas, tal vez. Imprudentes. Muchas veces, haciendo gala de una solidaridad insólita, que atenta contra la propia supervivencia. Un ejemplo claro podría ser Yuri Gagarin: puso su vida en manos de la ciencia especulativa para convertir la hipótesis en tesis, pues la exploración espacial todavía era cosa de teoría. Nadie sabía si iba a sobrevivir o qué se iba a encontrar allí arriba; pero él se prestó a ello, llegó a espacio y fue el primer ser humano en ver la Tierra como una esfera azul en el firmamento. Un verdadero héroe soviético. Герой Матери России!
Y frente a esa apasionada frase de David Bowie con la que he empezado el anterior párrafo o frente a la expresión cirílica que se refiere a un Héroe de la Madre Rusia con la que lo he finalizado, ¿quién no querría ser un héroe? En efecto, muchas personas pretenden erigirse como tales. Rebanando neurona a neurona su febril cerebro, personajes de muy diverso pelaje tratan de hallar el modo de convertirse en Yuri Gagarin o en Audie Murphy, que fue el soldado norteamericano más condecorado de la Segunda Guerra Mundial -33 medallas acumuló en la pechera, que se dice pronto-. Tratan de alcanzar algo épico, inusitado. Único. Pero al final, los verdaderos héroes de nuestra extraña época lo son sin saberlo, sin buscarlo, sin que su nombre se inscriba sobre roca viva con un cincel de oro. Son personas anónimas que, en ocasiones, en eso de las neuronas, andan escasas; vamos, que tienen las justas para no defecarse encima. Pero, a pesar de ello, se alzan como héroes absolutos en nuestra época postmoderna. Gentes que merecen que aplaudamos hasta sangrar, que los situemos en nuestro personal pedestal como ídolos, como referentes, como Dioses de carne y hueso. Personajes que merecen ser recordados, pardiez. No sobrevuelan la Tierra, no descubren continentes, no acometen hazañas bélicas, no rescatan gatitos de angostos árboles ni oponen su pecho ante un fusil para salvar la vida de un niño. Nada de eso: son los Héroes de la Postmoderna Madre Occidental.
Ejemplos hay, os lo aseguro. A argaya, que diría mi abuela Isabel, que en paz descanse. Podemos encontrarlos incluso por la calle, andando tranquilamente, camuflados entre los transeúntes de una vía cualquiera, comprando unos albaricoques en la frutería. “Por sus frutos los conoceréis”, dijo Jesucristo sobre los falsos profetas; pero la expresión puede interpretarse en sentido inverso. Por sus frutos conoceréis al héroe. Seréis capaces de señalarlo y admirarlo. Interpretar sus señales. Los actos heroicos, al cabo, son los que convierten el epíteto en sustantivo; y al buen observador no escapan, os lo aseguro. Vamos a conocer una pequeña muestra de esta especie en auge.
HÉROE POSTMODERNO I (La caspa de Dios)
En épocas ya pretéritas, en las que la fiesta era mi única razón de ser, mis amigos y yo nos referíamos a las drogas con nombres exóticos. En efecto, me diréis, eso no es nada que no haga la juventud en la actualidad ni que no hiciera la juventud de otros grupos en aquella época. Es común, en definitiva: a la marihuana se le llama hierba, verde o matuja. Al hachís se le llama costo, chocolate o grifa. A la cocaína se le llama farlopa, perico o coca. Pero, sinceramente, nunca he oído a nadie llamar a la cocaína gozo pituitario o caspa de Dios. A este respecto, espero que me concedáis este galardón a la creatividad drogadicta.
El caso es que, de todos los nombres que le dábamos a la cocaína, el que más gracia me hacía era el de caspa de Dios. Y lo curioso es que tiene cierta lógica interna: la caspa de un ser humano es algo infecto, repugnante, que yo personalmente detesto y que atajo en cuanto aparece un poco en mi cuero cabelludo como prioridad máxima de higiene. En cambio, la caspa de Dios, como Ser Supremo, no debía ser infecta, sino maravillosa e incluso narcótica. Como la caspa se asemeja en color y tamaño a la cocaína, voilà, mon ami, ya tenemos relación conceptual. Absurda, sí, pero decídselo a unos chavales fumando porros en un parque. Os defenderían a muerte la relación de ideas. Y os convencerían, a fe mía.
El caso es que la semana pasada, un narcotraficante ha hecho de nuestra capa su propio sayo. Ha llevado nuestro concepto de la caspa de Dios a la práctica de una manera extraordinaria. Y es que, de camino hacia España desde su natal Colombia con medio kilo de cocaína en su haber, este héroe del delito ingenió, pensó, creó. La idea de la caspa de Dios rebanó su única y solitaria neurona y soltó un "Eureka" del que Arquímedes hubiera estado orgulloso. Sabiéndose ganador, se puso a ello: aplastó un poco el fardo de cocaína, se lo puso sobre la cabeza y ocultó la droga con un peluquín de saldo. Seguramente, iría al lavabo a mirarse al espejo: ¿Qué puede salir mal?, diría. Sí que es cierto que parece que lleve un gato muerto en la cabeza. Es cierto que mi cabeza parece un pimiento peludo. También es cierto que entre mi pelo real y el pelo artificial hay unos cuantos centímetros de distancia que no tienen explicación plausible, pero no es nada que un sombrero de paja no pueda ocultar debidamente; cosa que hizo, añadiendo más volumen todavía al pifostio. Y así, con una fantasía narcótica en su malograda testa, se dispuso a atravesar el cordón policial algo nervioso, pero con convicción y altanería.
Me pongo en la piel de la policía y se me escapa la risa. No puedo, de verdad. Imaginarme esa escena me impide comportarme con seriedad. Al parecer, según el cachondo redactado de la noticia, les pareció “sospechoso” el demencial pelucón que portaba nuestro heroico narcotraficante y se vieron en la obligación de detenerlo en su trayecto. La cosa no acabó bien: detenido por tráfico de estupefacientes. ¿Cómo es posible? Nunca lo sabremos. Sólo podemos señalar que no todos los héroes llevan capa, sino que algunos llevan peluquín, sombrero y farlopa, como podemos observar en las inmortales instantáneas policiales.
HEROÍNAS POSTMODERNAS II (La culpa es de los granjeros, que las visten como putas)
Las redes sociales, en la actualidad, actúan como sumidero de lo más bregado de la generación millenial. Bregado en tanto en cuanto podemos encontrar en esas aguas fecales valientes héroes que se sobreponen a una sociedad malvada hasta la crueldad infinita que se obstina, por ejemplo, en herir sus sentimientos con pronombres binarios, patriarcado ambiental, bolígrafos de color rosa o peligroso librepensar. En ocasiones, esa fosa séptica social genera verdaderos adalides de la moral, auténticos detritos que se erigen por encima de los demás excrementos por su altura ética, entereza y, sobre todo, coherencia interna; pues de la externa suelen ir tan justos como de entendederas. Gentes que llegan a mi corazón por derecho propio, en definitiva.
Esta última semana he tenido la gran ventura de recibir un verdadero evangelio vegano emitido a bombo y platillo por lo más hediondo del sumidero millenial: Twitter. Dos homúnculos, al parecer de sexo femenino, han descubierto algo que debería poner en alerta a las autoridades mundiales: los gallos son unos violadores. Su ovíparo carácter no sólo ofende por el cacareo mañanero, que impide que el fiestero con resaca obtenga su merecido descanso, sino que, con alevosía y mal talante, violan a las gallinas con un objeto terrible: la procreación. O, todavía peor: que un hombre blanco heterosexual se haga un huevo frito. Tal es la horrorosa revelación que desde el santuario animalista Almas Veganas han proyectado en un vídeo corto pero intenso que da inicio con la ruptura de dos huevos. No es país para tortillas.
Por supuesto, esto es así, axiomático, a pesar de que la ciencia reproductiva de estos animales diga lo contrario. Mal puede un gallo violar si no dispone de un órgano reproductor que introducir en la gallina. Mal puede un gallo violar si una gallina puede rechazarlo, cosa que hacen sin que el malvado violador trate de forzarlas -las excusas son las habituales, por supuesto: “me duele la cabeza”, por ejemplo, es causa común de rechazo, aunque todos sepamos que ese gallo rechazado es un pagapienso que no copula ni pagando-. Pero todo esto da igual. Es mansplaining machirulo. La observación acrítica y fanática de unas veganas tiene mucha más validez que cualquier observación empírica o lógica reproductiva.
La culpa es de los granjeros, que visten a las gallinas como putas. Y claro, los gallos no pueden hacer otra cosa que violarlas sin pene y con su consentimiento. Por ello, en este santuario, las gallinas tienen zonas seguras, donde podrán vivir y morir como pretenden algunos humanos: separados de lo que la naturaleza une. Y con la cloaca vacía de esperma, pero llena de imbéciles.
HÉROE POSTMODERNO III (Deposición acrobática)
Qué bonitas son las Islas Baleares. A mí, personalmente, me gusta especialmente la isla de Mallorca: no es tan paradisíaca como las Pitiusas o como Menorca, pero tiene su especial encanto. Comerse un arrós brut en un pueblecito de interior es uno de esos recuerdos que tengo fijados en la mente. No obstante, el turista medio suele preferir la playa; en concreto, la bahía de Palma, donde se encuentra la capital de la isla y donde se concentran las zonas turísticas, ya sean de lujo o de cochambre. Si bien no es lo mismo tomarse una copa de champán en un yate que beberse una lata de cerveza del Mercadona enfriada en una cloaca y con sabor a heces de rata, ambos comportamientos pueden darse con total normalidad en esa preciosa bahía. Y ahí, en el extremo oeste de la bahía, encontramos un rincón inefable del turismo de cochambre donde se da cita lo más mangurrián del Viejo Continente en los meses estivales: Magaluf.
Verbigracia: conceptos como el mamading surgieron de esa maravillosa localidad balear; y con ello podéis haceros una buena idea de la creatividad que allí brota como flores en un campo primaveral. Y es que hay que hacer gala de un gran ingenio para recibir varios cubatas gratuitos a cambio de felar sin goma a una serie de desconocidos. O de una gran estupidez, me diréis, pero no a todos nos embriaga tamaña audacia –o calimocho, que tanto monta-. Hace falta voluntad de espíritu y, sobre todo, una pizca de sana imprudencia, que siempre premia a los valientes. Y de ello andaba sobrado el héroe al que nos referimos en este punto.
Mezclar un inglés borracho y un balcón es equivalente a reducir las posibilidades de supervivencia prácticamente a cero. Pero si a la ecuación, ya de por sí tendente al desastre, añadimos un apretón de los que no dan opción a cerrar esfínter, la cosa puede ponerse muy peliaguda. No obstante, a nuestro héroe postmoderno, que protagoniza esta gesta, no le importan las eventuales consecuencias. No teme al destino. Y, por ello, tras una noche de borrachera, ya en la calidez del cuchitril barato en el que se hospedaba, se hizo una pregunta de tal trascendencia que sólo podría haber cruzado la mente del mismísimo Sócrates: ¿para qué cagar en el lavabo pudiéndolo hacerlo en el balcón?
Dicho y hecho. Y diréis, bueno, los expertos en la materia aseveran que defecar de cuclillas en lugar de sentado en un váter es más sano y mucho más apacible para el tránsito intestinal. Nuestro héroe podía haberse agachado en el balcón y haber dejado su regalo a este pecador mundo sobre el suelo. Pero no. Es un inglés en Magaluf. Le pueden los balcones. Así que se aupó a la baranda, se sentó sobre ellos con las posaderas desnudas apuntando al vacío y apretó para liberar al demonio que lo atormentaba, únicamente asido con ambas manos a la barra de resbaladizo metal que corona la baranda del balcón.
Las heroicidades no siempre acaban bien. Nunca se sabrá si fue un desvanecimiento alcohólico, un apretón demasiado poderoso o sencillamente una vulgar pérdida de equilibrio, pero nuestro héroe se precipitó al vacío con el culo al aire y el mojón asomando, todavía entre el recto y la libertad. Ocho metros de caída hasta la calzada que se encuentra frente al Hotel TRH Magaluf, situado en la Calle Martin Ros de esa localidad. Y allí lo encontraron las autoridades sanitarias: con la espalda rota, revolcándose en su propia inmundicia, con el zurullo rebozando su lomo quebrado. Vaya cagada, en todos los sentidos.
No hay noticias sobre el resultado de este fatal evento. No me cabe duda que este pobre imbécil acabaría pagando su estupidez con una paraplejia. Y es que, antes de tener brillantes ideas, pensad que Darwin lleva la palabra victoria –en inglés- inserta en su propio nombre. Los héroes nunca deberían olvidar ese hecho.
"Aquí se suicidó Adolf Hitler", dijo el guía zaragozano que con gran pasión nos había estado mostrando los lugares más emblemáticos del centro de la capital de Alemania, la Nueva York europea, la ciudad del Museo de Pérgamo, atravesada por el río Spree; la metrópoli del Muro, que pagó y sigue pagando los pecados de aquél que se suicidó en ese aquí al que se refería el guía zaragozano, señalando un simple aparcamiento situado en el centro de Berlín. No había placa, ni oficial reconocimiento, ni tan siquiera una señal en esa pequeña superficie berlinesa que recordara ese evento. Los alemanes, con buen criterio, quieren evitar la existencia de deshonrosos peregrinajes hacia su figura. Pero fue en ese lugar. Una bala y una cápsula de cianuro. Insuficiente gasolina para eliminar todo rastro de su cuerpo, asunto que le obsesionaba tras comprobar qué hicieron los partisanos con el cadáver de Mussolini. Pasó a mis pies, años antes de que naciera mi padre. Cerca, pero lejos. Allí.
Libros, documentales, artículos, biografías e incluso su propio libelo han pasado por mis ojos. Nada me acerca a él desde una perspectiva política y pocas personas habrá en este mundo más contrarias que un servidor frente a esa particular ideología fascista y nacionalista que surgió en aquella Alemania de entreguerras. No obstante, siempre me ha fascinado su figura. ¿Cómo fue posible? ¿Qué tenía? ¿Cómo lo hizo? Y ahí estaba yo, en el lugar en el que murió por su propia mano, a poca distancia del Memorial del Holocausto y de un símbolo absoluto del poder germano: la Puerta de Brandemburgo. No mentiré si os digo que me hallaba abrumado. Y abrumado seguí al recorrer las calles de aquella histórica ciudad que fue completamente arrasada, dividida, aplastada, pero que hoy rezuma vida, cultura, dominio económico, social y territorial. Sentí su poder. Sentí Europa.
Sin embargo, también sentí tristeza. El Muro se ha convertido en poco menos que una burda atracción turística. El famoso Checkpoint Charlie era un hervidero de turistas haciéndose fotos con unos actores que representaban a marines norteamericanos y que te insultaban de manera grosera si les hacías una foto sin abonar la pertinente exacción. Las pintadas del estilo “Paco estuvo aquí” o “Maricarmen y Antonio, siempre juntos” ensuciaban con superficialidad, poco respeto y desmemoria las obras que verdaderos artistas plasmaron sobre el East Side Gallery. El famoso Ampelmännchen, icónica imagen de semáforo que representa a un caballero transitando por un paso de cebra, disponía de tienda propia, en la que podrías adquirir calzoncillos, calcetines, gorras, camisetas y cualquier elemento turístico que pueda pasar por tu cabeza con dicho avatar serigrafiado. Y, entre toda esta basura, los berlineses siguen teniendo un muro en su cabeza. Siguen afectados por su cruda historia, aunque la repugnancia del turismo haya trivializado todo lo que allí aconteció.
Agridulces sensaciones que, en todo caso, no desvirtuaron el sueño berlinés que ha tenido lugar a mediados de este caluroso agosto. Nada escapa a los claroscuros, al cabo. Sin embargo, me faltó algo. Me faltó noche. Me falto recorrer las míticas discotecas berlinesas que hicieron a esta ciudad la cuna de la electrónica. Me quedé con las ganas de entrar en el Berghain, mezclarme con extraños personajes, escuchar techno y electro de la mejor factura, sumergirme en ese onirismo musical que merece todo sueño de verano. Sentir el poder de la música y no solo el poder telúrico de la olvidada Prusia. Los claroscuros, por supuesto, también atañen a las experiencias vitales. Incluso a los sueños.
Como siempre, no obstante lo anterior, la música se abre camino. Si no es allí, es aquí. Si no es en una mítica discoteca alemana, es en mi pequeño santuario hogareño. Si no es la selección musical de un tercero, es la mía. Y con estas sensaciones, con estos pensamientos, tras haber despertado de este sueño de verano berlinés, tras haber recorrido sus calles, recreado su historia, recordado a sus mitos y comprobado sus defectos, pese a todo ello y gracias a todo ello, he preparado una sesión para la ocasión que ahora comparto con todos vosotros. Escuchadla en honor a Berlín. Pensad en su futuro, que es el nuestro. Pensad en lo que provoca el nacionalismo exaltado, la ideología fanática, el levantamiento de muros entre hermanos. No olvidéis su historia, que es la nuestra. Y como dice la canción, “dance for paradise”.
Tracklist
DJ HaRdBeAt - Ein Sommernachtstraum
“Ash Nazg durbatulûk, ash Nazg gimbatul, ash Nazg thrakatulûk agh burzum-ishi krimpatul”. Desde luego, si habéis entendido esta frase o si sencillamente habéis captado la referencia, debo felicitaros, pues sois unos freaks comme il faut. El contenido es importante, pero en este caso, también lo es el idioma. Si hubiera empezado el párrafo utilizando el castellano todos habríais pensado, ah, Sergio, ya sé de qué nos quieres hablar. Empezar con la frase “Un Anillo para gobernarlos a todos…” hubiera significado echaros dos litros de Tolkien y media tonelada de El Señor de los Anillos a la cara. Otra cosa es utilizar la lengua negra de Mordor, aquélla que ni siquiera debería pronunciarse en voz alta, como señala el propio Gandalf. Ahí radica la diferencia. Los primeros pensarán: Frodo. Los segundos sabrán: Sauron.
Los que me conocéis ya sabréis de sobra que siempre me alineo con los malvados de las películas o de cualquier historia de ficción que se precie –siempre y cuando el antagonista tenga cierto nivel intelectual, por supuesto, no me sirven los estafermos cuyo único objetivo en el metraje o novela es reforzar la gloria del héroe-. De haber nacido en el universo de Star Wars, no dudéis ni un minuto que hubiera abrazado con amor al Imperio Galáctico, abominando a esos rebeldes que se atrevían a desafiar al Emperador y a Darth Vader. Y en los Vengadores, por el amor de Thanos, ¿cómo puedo votar a este antagonista para que nos gobierne? De todos ellos, sin embargo, hay un antagonista malvado en particular que siempre me ha seducido sobremanera: Sauron.
Así que, en su honor, imaginé cómo sería hacer una sesión hardcore en el Vacío Intemporal. Allí me acompañaría Melkor, cargado de cadenas y con los pies cercenados, asintiendo con satisfacción cada bombo con caída distorsionada que reberberara en los altavoces. Allí disfrutaría sin reservas el Rey Brujo de Angmar, y proferiría agudos y estridentes alaridos cada vez que sonara una siniestra melodía. Los trolls servirían licores venenosos para humanos y elfos, pero cargados de refrescante energía oscura para orcos y Uruk-hai, que bailarían simiescamente como si no quedaran reinos que conquistar. Algún orco haría de perdonavidas de discoteca, personaje imprescindible en cualquier sala de baile, apoyando la espalda en la barra con los brazos cruzados y rostro reprobador; situación en la que se mantendría hasta generar una trifulca que acabaría, como se espera, con un mínimo cinco muertos. La araña Ungoliant se erigiría como lightjockey de la fiesta en el Vacío, utilizando para tal objeto la sagrada luz que en su momento extrajo de Telperion y Laurelin, los dos árboles de Valinor. Y Sauron, por supuesto, me acompañaría en todo momento como anfitrión. Recibiría energía suficiente para arrasar Minas Tirith con un solo guiño de su gran ojo.
Y así me hallé yo, inmerso en estas ensoñaciones, cuando decidí pasar de las ideas a los hechos. “There’is no life in the void… only death”. Así debía empezar. En el Vacío Intemporal. Y el hardcore que ha moldeado mi vida se abrió camino a través de la tabla de mezclas; no se trataba de cualquier tipo de música, sino aquellas canciones que me hicieron perder el juicio en su momento. Ruido para mucha gente. Demasiado comercial para otros. Infame para algunos. Pero me da lo mismo lo que piense la gente; así lo hice, así lo imaginé.
Mornië na- túl.
Tracklist
DJ HaRdBeAt - The Void of Sauron
Recuerdo sus manos. Viejas, arrugadas, con un dedo quebrado por un barreno, pero que aún conservaban el vigor y la fuerza que en su momento empuñaron un rifle. Manos grandes, antaño poderosas. Manos que se habían aferrado a unos barrotes. No hablaba de ello; o, al menos, no explicaba lo que pasó, lo que hizo, lo que le hicieron. Lo que sufrió. Su cuerpo, al cabo, era lo suficientemente elocuente por sí solo para que cualquier observador avezado alcanzara una mínima comprensión de la vida que aquél hombre vivió en sus propias carnes durante la que llamamos Guerra Civil Española y los duros años posteriores: dos tobillos atravesados por una bala; metralla de escopeta en el hombro izquierdo; dos dedos de una mano destrozados; un viejo tatuaje, gris, viejo, descolorido, que todavía mostraba su brazo izquierdo. Y la mirada. Los silencios. Pasó casi cinco años esperando a ser fusilado en un penal de Burgos tras ser detenido por el fascio en su Asturias natal. Cada noche, de cada día, de cada mes, de cada año, sin saber si sería la última vez que vería el sol. Dos de sus hermanos fueron pasados por las armas. Él sobrevivió. Y recuerdo sus manos.
Yo se las cogía muy a menudo. Era mi abuelo. Me sentía bien cuando cogía esas grandes manos y quiero pensar que él, aunque varias embolias y una cruel demencia senil le arrebataran la conciencia al hombre que fue, dejándolo casi en estado vegetal, me sentía y agradecía que su nieto le acompañara en silencio aquellas tardes de sábado que comíamos en su casa. Lejos quedaban su boina gris, su picaya, sus silencios en la playa, aquél yogur que me daba cuando era un mocoso en su pequeño piso del Carmelo. Su sonrisa sincera. Por desgracia para él, pero también para los que queríamos, todo acabó demasiado tarde. Con demasiado dolor, con demasiado sufrimiento. Los hombres de aquella época están hechos de materiales más resistentes que los que nos componen a los contemporáneos, así que el dolor, el sufrimiento, cualquier calamidad, se soportaban con estoicismo y cierta inevitabilidad; pero el adjetivo no anula el sustantivo. El cómo no elimina el qué.
Cabe agradecer que a su lado siempre tuvo a un verdadero elemento de la naturaleza que soportó junto a él su trámite vital y su viacrucis mortal. Un robusto espigón que soportó mareas, oleaje y tormentas de muy diversa condición. Dicen que detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer, pero en este caso, los conceptos de detrás o adelante carecen de sentido. Eran los dos columnas que mantenían a mi familia paterna. Los dos eran importantes. Y mi abuela era, sin ambages de ningún tipo, una mujer de armas tomar.
Así la recuerdo y así la recordaré, con independencia de las inclemencias físicas que ha tenido que sufrir durante sus últimos dos años de vida, que le impedían casar el verbo ser con el verbo poder. Ella era la mujer más fuerte que he conocido. Y, durante el duro trance de mi abuelo, se mantuvo firme, erguida, con una entereza que sus hijos y nietos desconocemos. Cuando finalmente mi abuelo pudo descansar, cuando su cuerpo, acostumbrado a aguantar, aguantar y aguantar, entendió que ya había sido suficiente, mi abuela mantuvo igualmente la compostura.
Del día del fallecimiento de mi abuelo Antonio recuerdo pocas cosas. Tenía 14 años y hacía meses que quería que dejara de sufrir, aunque nunca lo dijera en voz alta, al temer que se malinterpretara este deseo. Así no es manera de vivir, pensaba. No quería que se muriera, pero quería todavía menos que viviera en el lamentable estado en el que se encontraba su último mes de vida. Por ello, cuando se fue finalmente, sentí alivio; no por mí, sino por él. A mí, el inevitable curso de la vida me había arrebatado sus manos, su picaya y su boina; pero para él, había acabado el sufrimiento. Ya había sido suficiente. Sin embargo, yo era su nieto, no su hijo, y recuerdo de manera vívida y muy clara a mi tío, una de las personas más íntegras que conozco, llorando desconsolado. Mi padre no lo exteriorizaba tanto, pero la procesión, como se dice y como yo sabía, iba por dentro. Igual que mi tía. Los tres hijos lo habían pasado realmente mal y aquel momento fue de catarsis: cada cual reaccionó a su manera. Pero fue mi abuela la que mantuvo la compostura con una entereza absoluta.
Compostura que mantuvo, con gran serenidad, mientras nos acompañó en nuestras vacaciones de verano en Segur de Calafell aquel ya lejano año 1999. Compostura que, finalmente, perdió cuando la apeamos de nuevo en frente de su casa tras haber pasado todo agosto en una burbuja ajena a la dura realidad: se encontraba sola, sin el compañero con el que había recorrido medio siglo de su vida. Pasó el duro trance no de la muerte, sino de la soledad subsiguiente, con dolor, pero con ese estoicismo que siempre informaba sus actuaciones.
Pasaron los años, y yo pasé de venerar a mi abuela desde una perspectiva infantil a admirar la persona que realmente era, más allá del vínculo casi maternal que existía entre los dos. Comencé a sentirme orgulloso de ella como un adulto y con un convencimiento pétreo. Demasiadas mujeres mayores, cuando fallece su marido, se dejan morir, al desaparecer el que culturalmente constituía el motivo de su existencia, que no era otro que servir al hombre y cuidar de sus hijos y nietos. La historia, nos guste, era así. Pero la que no era así era mi abuela. Bueno, en parte lo era, pues le tocó vivir esa época, pero no se resignó a sólo ser eso. Para muestra, un botón de tu vieja bata: Con la voluntad de espíritu que siempre la caracterizaba, se apuntó a un curso de catalán; y con tanto éxito lo acometió, que incluso señoras nacidas en esta tierra, y no en la lejana Asturias, como mi abuela, le acaban copiando en los exámenes, provocando su enfado por lo descarado del asunto. Y es que había señoras mayores que se tomaban esas clases como una manera de pasar el tiempo, pero no mi abuela: ella quería estudiar de verdad. Se lo tomaba en serio. A santo de qué le iban a copiar esas señoras.
Yo me reía mucho con ella. Cuando explicaba estas cosas, no podías evitar sonreír por cómo lo explicaba. De hecho, caías en la cuenta que no se enfadaba de verdad, sino que era una pizca de orgullo que asomaba pese a los años que contaba en su almanaque. Y no era para menos, claro. Sí que es cierto que de vez en cuando nos pedía ayuda a sus nietos, pero no como el niño que te pide que le hagas los deberes, sino como una persona ávida de aprender y, sobre todo, de hacerlo bien. Ella no pudo estudiar en condiciones en su época: cuando era pequeña, iba un hermano al colegio cada día de la semana, alternativamente; así que sus posibilidades habían sido muy limitadas. Lo que no era limitada, sino todo lo contrario, era su inteligencia, así que no le fue difícil aprender con más de 80 años todo lo que le pusieran por delante. Qué hubiera sido de ella si hubiera nacido en otra época…
Pero si hablamos de reír a carcajadas, debo recordar cuando, en Porrúa, Asturias, igualmente en vacaciones de verano, la vecina de en frente de la casa que alquilábamos en agosto daba una voz potente e interpeladora hacia mi pobre abuela: “¡Sabeeeeeel!”. Ya está otra vez, decía mientras miraba por la ventana, escondiéndose para que no la viera. “¡Sabeeeeeel!”, volvía a repetir la vecina, de nombre Concepción y con un bigote que competía con el de mi padre. La "i" de Isabel se la dejaba; para qué gastar en la primera vocal si iba a estirar la tercera hasta parecer una sirena de bomberos. No estoy, nos decía mi abuela. Me he ido con las vacas. A mi hermano y a mí nos entraba la risa tonta mientras observábamos desde el visillo, igual que a mi padre, pero a mi abuela en el fondo le sabía mal. Le gustaba pasar ratos con esa señora, pero también estar tranquila, a su aire, leyendo, paseando o jugando a las cartas. Pequeñas anécdotas, al cabo, que descontextualizadas pueden parecer inanes, pero que a mí siempre me arrancan una sonrisa.
Esta anécdota la viví, pero mis tíos siempre recordaban una que ocurrió antes de que yo naciera y que, sin duda, es muy reveladora del tipo de persona que era mi abuela. No recuerdo qué año correría, pero imagináoslo en blanco y negro. Ocurrió en El Corte Inglés o en las antiguas Galerías Preciado, qué sé yo. Lo que sí sé es que mi abuela estaba buscando calcetines para mi abuelo y no encontraba ninguno de su talla. Tampoco era para tanto, no os vayáis a pensar: sería un 46 o un 48. Harta de no encontrar nada, recurrió al mecanismo que siempre utilizaba y que tenía todo el sentido del mundo: preguntar a alguien que supiera más que ella. No obstante, se encontró con un dependiente bastante desagradable que le respondió con una frase que activó el DEFCOM3: “aquí sólo tenemos calcetines para personas”; dando a entender que mi abuelo no lo era al tener unos pies demasiado grandes. Se armó la de Dios es Cristo. Clamó a Santiago y cierra España, con un enojo considerable. El Jefe de Planta no pudo achicar el incendio y tuvo que recurrir a las más altas instancias, que atendieron a mi abuela en otros términos: se disculparon, le encontraron varios pares de calcetines del tamaño requerido y se los regalaron en señal de buena voluntad. Quien no llora no mama, que dice aquél. Una anécdota construmbrista, me diréis, pero que a mí me parece muy simpática y, sobre todo, muy reveladora del poder que había bajo esa mujer pequeña de tamaño, pero gigante de carácter.
Imágenes. Los recuerdos pasan por olores, sonidos, voces y experiencias, pero principalmente son imágenes; que como reza el dicho, valen más que mil palabras. Y algunas de estas imágenes tienen todavía hoy un poderoso impacto en mi manera de ser, de pensar, de ver el mundo. Una de ellas es la de mi abuela, seria, emocionada, digna, de pie junto a otras personas del pueblo de Porrúa, dentro del pequeño recinto de la bolera municipal, con la mano en el pecho, erguido el ademán, cantando el himno de Asturias. A mí siempre me ha llamado la atención la cosa de los himnos, pero nunca he sentido nada al escucharlos más allá de reconocer y apreciar una virtud puramente musical. Ni con el himno de España, ni con el himno de Cataluña, me ha salido nunca llevarme la mano al pecho. Pero esa imagen, potente, de mi abuela, sí que me emociona. No era nacionalismo, ni nada ideológico, racial o exaltado; no se trataba de eso. La tierrina. El verde asturiano. Sus gentes sencillas. Sus montañas. Su cruda y fría realidad norteña. Su sidra, quesos y fabada. Su ancestral microcosmos. El concepto de patria son estos elementos que nos aferran a un territorio. Y esa imagen, esa maravillosa imagen, ha quedado grabada a fuego en mi memoria y en mi corazón. Si me siento de alguna parte, más allá de mi familia y amigos, es de allí. De la tierra de mi padre. Y de mis abuelos.
La fortaleza de mi abuela, no obstante, estaba lejos de haber soportado las más crudas pruebas, pese a haber superado el fallecimiento de mi abuelo. En diciembre del año 2015, mi padre, su hijo menor, moría en mis manos de un infarto fulminante. Yo no tuve coraje de decírselo a mi abuela. Tuve suficiente con acometer dos de las peores llamadas que he tenido que hacer en mi vida: la primera, a mi tía, para decirle que mi padre, que era como un hijo para ella, había muerto; la segunda, a mi hermano, omitiendo lo que había pasado realmente para evitar que se matara él también conduciendo hacia Granollers. En fin, no ahondaré sobre lo evidente, ni creo que sea necesario decir más. Ni sobre lo que yo padecí ni sobre lo que padeció mi abuela, mi madre, mis tíos, primos, entre otros familiares y amigos. Sólo diré que, durante el desgarrado trámite de la capilla ardiente, se mantuvo horas, y horas, y horas, sentada junto a mi padre. Serena. Despidiéndose a su manera.
Hoy descansan los tres juntos. La elección de la palabra descansar para referirse al estado en el que se encuentran mis abuelos paternos y mi propio padre no ha sido cosa del azar o del convencionalismo, sino una realidad que, por cruda que parezca, debo poner de relieve. Mi abuelo se pasó demasiado tiempo muriendo. Mi abuela, por desgracia, también. Hubiera preferido que un día cualquiera, en uno de sus paseos, o mientras leía, o cuando jugaba a las cartas, de repente, acabara su vida de manera rápida e indolora. O durmiendo. No fue así; y ahora, descansa. En cuanto a mi padre, en fin, descansa porque le tocó, no porque fuera lo que debía hacer. Le faltaba jubilarse, pegarle fuego a la puta furgoneta, comprarse un terreno al lado de mi tío en Asturias y pasarse años cobrando el interés del precio que pagó trabajando. Pero, como he podido comprobar, la muerte viene cuándo y cómo le apetece, sin importarle demasiado nuestros deseos. Al menos, cuando finalmente sucede, ya no sientes ni padeces. Descansas.
Hoy descansan los tres juntos. No he dicho dónde, porque no debería ser relevante. Da igual dónde se encuentren tus restos mortales, aquí, allá o acullá: tú ya no estás allí. Pero el simbolismo es importante. Y a mí, personalmente, me hubiera gustado que descansaran en Asturias, bajo el cielo azul, sobre el verde del campo, en la tierra que tanto amaban. Ahora descansan, sí, pero en un gris nicho barcelonés. La decisión no es mía, por supuesto, y, como he dicho, es puro simbolismo, ya que polvo somos, etcétera; pero una parte de mí entiende que ése hubiera sido el broche, la guinda, el remate final que les hubiera regresado a su verdadero hogar, aunque sea en la inevitable muerte.
Hoy descansan los tres juntos. Pero no en mi cabeza. No en mi corazón. Allí, siguen vivos. Siempre que alguien los recuerde, seguirán vivos. Da lo mismo creer o no creer en religiones, vidas posteriores o negra inexistencia; el recuerdo no depende de la creencia, depende de nosotros mismos. Existe. Igual que existe este artículo, igual que existen las anécdotas que he relatado, igual que los que habéis leído estas líneas existís y pensaréis en personas que no conocéis, dándoles una virtualidad que físicamente ya no tienen. El recuerdo es inmortal. Nunca olvidéis a vuestros seres queridos. Yo, al menos, no pienso hacerlo.
Y mientras yo siga existiendo, ellos también.
Dos noticias. A veces, los artículos me los dan hechos, y es que la realidad está ahí, no siempre agazapada, sino casi siempre ante tus propias narices; si bien es cierto que la sobreinformación es tan enemiga del conocimiento como la ignorancia. La cuestión es saber acertar el tiro. Actuar como un francotirador, vamos. Y saber establecer los vínculos comparativos oportunos. Para ello, en esta ocasión, he recurrido a algo que normalmente me repugna, o me hastía más bien, que son los medios de comunicación generalistas, cuevas de manipulación y estupidez, pero que en el fondo nos dan las claves necesarias para entender, si no la verdad, las tendencias de nuestra disparatada civilización. No el qué, sino el cómo. Lo adjetivo, vamos; dejándonos lo sustantivo a nosotros.
Primera noticia: Henry, el primer robot sexual para mujeres, sale al mercado. En la noticia, que ha dado la vuelta al mundo, podemos observar que el robótico Enrique tiene un pene que erecta o se reduce en función de las necesidades de su poseedora, o poseedor, y que incluso te puede recitar una hermosa poesía mientras degustas su plástico pero atractivo y resultón cuerpo humanoide. Vamos, que sexo sí, pero con amor. “Oh, la boca mordida; oh, los besados miembros; oh, los hambrientos dientes; oh, los cuerpos trenzados”. Neruda redivivo en la mecánica boca de un pene a un exoesqueleto pegado. Muchos pensaréis, como yo, que para qué tanta ceremonia para pegarse una paja, pero en cosa de autosatisfacción, allá cada cual con dónde mete el miembro; o con lo que se mete dentro. Imagino que el lejano recuerdo del sonido de una chancla al correr te puede hacer gastarte 10.000,00 € en un robot polludo. No seré yo el que lo censure. Bendita evolución tecnológica, al cabo, que ha pasado del dulce sexo con frutas, ya sea plátano vaginal o coito con sandía, a usar un estafermo de falo inhiesto o un vulgar pero efectivo chocho en lata para la satisfacción del pubis.
En cualquiera de los casos, y más allá de la mera anécdota, me llamó la atención la noticia por la lucidez que entraña: al final, tanta tecnología queda sometida al instinto más animal. Años de estudio, hombros de gigantes, siglos de evolución convergen en un mismo punto, un mismo destino, un mismo puerto: el sexo. Todos los robots humanoides que hasta la fecha se han construido para otros propósitos están muy lejos de asemejarse a los robots sexuales, altamente sofisticados. Y es que quién coño quiere un nanorobot que pueda distinguir células sanas de células cancerígenas para sanar este tipo de enfermedad sin quimioterapia mientras pueda follarse a un moñeco con vaselina. Esto no es ni malo ni bueno, siempre que nos metamos la moral en un bolsillo o donde nos quepa. La reproducción es el máximo objetivo de cualquier ser vivo y el placer que proporciona es el mayor de los incentivos físicos que existen. Es un hecho, vamos. Internet, por ejemplo, es el máximo exponente en este terreno tecnosexual. Tanta vasta cultura a disposición de cualquiera que tenga acceso a un ordenador, tanta ciencia, tanta divulgación, conocimiento, posibilidades y capacidades quedan relegadas a ocupar un especio minoritario, residual, prácticamente insignificante en la red de redes frente a la pornografía. Te costará encontrar una copia en formato pdf de El Quijote, pero en una rápida búsqueda encontrarás vídeos pornográficos de enanos albinos con maduras, dilataciones anales extremas o el clásico que nunca falla: big black cock. Esto no es una queja, repito, sino un hecho.
Segunda noticia: la diputada más joven del Congreso de los diputados, una tal Andrea, que es abogada, castellanoleonesa y socialista, indica en una entrevista al periódico El Español que es abolicionista de la pornografía. Señala, asimismo, que “aquello con lo que nos excitamos también es político” y que, en cualquier caso, la pornografía tiene que estar regulada "porque allí se educan las manadas"; en referencia a aquellos orangutanes que violaron a una chica en Navarra. Lo dice sentada en una silla, con posición tranquila, controlando en todo momento su lenguaje no verbal, con buen vocabulario y un discurso trabajado. Convencida de sus ideas, vamos. Se nota que es persona inteligente, y eso me agrada, teniendo en cuenta la cantidad de necios y paparras (disculpadme la catalanada, pero la palabra garrapata me suena mejor en este idioma) que pueblan la Cámara; pero algo falla en su discurso. Suena viejo. No puede ser, pienso, que suene viejo algo que salga en la boca de una chica de 26 años. Una persona, en definitiva, que no está tan alejada de mi generación, utiliza tres conceptos que me horripilan: abolir, regular como sinónimo de prohibir, y elevar a la categoría de axioma que lo privado es público. Establece, asimismo, un vínculo entre la pornografía y unos macacos violadores cuando yo conozco a mucho aficionado a la pornografía pero a ningún violador. Casualidad, imagino. Algún cable se me suelta en la cabeza cuando la escucho, esperando que, en todo caso, el cable pelado sea el suyo y lo mío no pase del cortocircuito. Pero el cubo de Rubik se me desconfigura cuando escucho a Andrea, no puedo evitarlo.
Esta disparidad entre imagen y sonido, continente y contenido, me llama bastante la atención. En este caso, no aprecio lucidez, sino todo lo contrario: voluntarismo moral. Soy consciente que toda ideología tiene este componente informador, pues ningún proyecto público está desprovisto de voluntad ni es ajeno a la moral; pero los tres conceptos que he señalado anteriormente parecen, cuanto menos, muy alejados del progresismo que, supuestamente, constituye la finalidad principal del partido socialista español. Su teoría. Al cabo, estos mismos socialistas que ahora utilizan estos términos, abanderaban no hace mucho el prohibido prohibir, la libertad individual, religiosa y sexual, entre otros aspectos que yo comparto; que pretendían, al cabo, que lo público constituyera una salvaguarda frente al poder, no una herramienta del poder. De hecho, debemos retrotraernos casi medio siglo para encontrar prohibiciones a la pornografía y limitaciones morales públicas a la carnalidad ciudadana. Algo falla, ¿verdad? ¿Cómo puede estar de acuerdo el partido socialista con el franquismo sobre este particular?
Los fines. Claro. Si bien se pretende utilizar los mismos medios, los fines difieren. Ahora no es la moral católica la que debemos salvaguardar, sino la lucha contra un machismo que, aunque resulte inverosímil, es más virulento en pleno 2019 que en 1975 - cabe señalar que lo del PSOE no es feminismo académico, sino feminismo de tercera ola; y me referiré a ello como feminismo 3.0, para que no haya confusiones-. Sé que me diréis, personas críticas, que mismo daño le hacían a Dios dos gays follando en 1975 que le puede hacer al feminismo 3.0 un adolescente meneándose el calvo mientras observa con lascivia una orgía en la plataforma www.xvideos.com. No existe correlación; esto es, se quiebra la conditio sin equa nom. Sin embargo, no estamos hablando de fines concretos, sino generales, etéreos, presuntos, futuribles. Predictivos. Los dos homosexuales, en la intimidad de su alcoba, no le hacían daño a nadie, pero si se extendía la homosexualidad, la moral católica podría llegar a verse dañada, según su criterio religioso. Del mismo modo que ese pajero adolescente, que no le hace daño a nadie, podría llegar a ser un machista que sólo se excita viendo una mujer eyaculada por varios negros. O, en el peor de los casos, un violador. Cosa de tendencias sociales, ¿no?
Pues no. Si hay algo que nos ha enseñado la historia es que, pese a los siglos de persecución, asesinato, tortura y prohibición, siempre ha habido, hay y habrá homosexuales. Y que siguen sin hacerle ningún daño a nadie. A mí, al menos, ninguna feromona gay me ha penetrado por la noche para quebrar mi moral, aunque de católica tenga poco. Y no hace falta ser demasiado inteligente para saber, conocer, tener la certeza que la prohibición de la pornografía ni acabará con el machismo, ni acabará con la masturbación, ni por supuesto acabará con los violadores. Quizás esta chica tan joven no lo sabe o no ha tenido tiempo de leer lo que ocurría, no hace tanto, y sigue ocurriendo, en zonas de guerra: la soldadesca viola a toda mujer que encuentra, incluidos los soldados musulmanes, que no ven pornografía; como debería saber que antes de que los hermanos Lumiere inventaran el cinematógrafo, las violaciones eran cosa hecha, como las desviaciones sexuales más depravadas. ¿Hablamos de manadas? ¿Dónde se educó está gente?
Entonces, ¿qué es lo que ocurre? ¿Cinismo, ignorancia o ideología retroalimentada? Yo lo tengo muy claro. Algo muy sencillo de comprender, pero difícil de asimilar: la naturaleza es tozuda. La naturaleza nos lleva a Henry, nos guste o no, nos cuadre o no con nuestra ideología, que siempre pretenderá fútilmente pretender dar una respuesta total a problemáticas que no entiende. Siempre habrá homosexuales, porque es natural. Siempre habrá gente que se masturbe, mirando un vídeo, una revista o imaginándose en un harén turco. Y el feminismo es Henry, no prohibir la pornografía como pretende el feminismo 3.0. Que una mujer pueda tener el mismo acceso que un hombre a un robot sexual me parece un hecho que hace converger la ideología de la igualdad con la naturaleza del ser humano: a todos nos apetece de vez en cuando una buena paja. El sexo siempre se abrirá camino, pese a prohibiciones, pese a aboliciones, pese a que el Estado, Dios o quién cojones sea te mire desde un agujero en tu intimidad.
En definitiva, los medios no justifican los fines y mucho menos si los fines son erróneos o se fundamentan en bases anticientíficas, antihistóricas y antinaturales. Así que agradecería a Andrea que trate de no parecerse al franquismo en los medios y a las ideologías de trazo grueso en los fines. Si pudiera, le enviaría a Henry, aunque no lo necesite; pues podrá gozar de la tecnología sin pornografía, que al parecer es su máxima preocupación. Y podrá dejarnos a los demás, hombres y mujeres, heterosexuales y homosexuales, hacernos una paja o follar sin que nadie nos llame violadores en potencia o pecadores nefandos.
Dicho lo cual, si me disculpáis, voy a ver algo de pornografía. Por si acaso no puedo mañana.
No recuerdo el modelo, pero sí las luces en mi cara. No sé si era un Seat o un Mazda; eso es irrelevante. El caso es que me pasé más de una hora mirando esas putas luces. Acelerar y frenar. Avanzar diez metros. Ése era mi mundo. Esas luces. Eran como un millar de luciérnagas iluminado la carrocería trasera de un coche. Y yo las miraba. Era hipnótico. Tampoco podía hacer más: el atasco era de los que no tienen escapatoria posible, no tenía tabaco y la conductora –a mayor abundamiento, mi mujer- no estaba para alegre charla. Sé que por su cabeza pasó un reproche legítimo y justificado: a ver cuándo te sacas el carnet, Sergio, y así al menos podré ir de copiloto; pero en esos momentos, el copiloto era yo y éso es lo que había. Avanzamos tres metros. Otros quince minutos de espera hasta el siguiente avance, que esta vez fue digno de ser reseñado: quince metros. Puta vida.
Quién me manda a mí meterme en estos berenjenales. Debe ser, quizás, que me entusiasman las aglomeraciones. Sí, de verdad, disfruto como gorrino en charca cada vez que me meto en una concentración de personas o coches, cada vez que me uno a interminables colas o me introduzco en tiendas que acumulan gente en espacios ultra reducidos con ánimo de consumir alguna mierda inútil; y si es ropa de mujer o zapatos, mejor todavía. Verbigracias a porrillo. Quiero una copa: oh, qué bien, otras ochenta personas han tenido esta misma idea y el camarero ni se digna a mirarme. Quiero salir de fiesta: oh, maravilloso, gracias por no prever semejante asistencia de público, organizadores del evento; nada me hace generar más endorfinas que una axila peluda y sudada en mi cara o un codazo en el esternón, sin olvidar el pegajoso cubata vertido por mi espalda o el vómito que, como una lluvia jupiterina, ha caído sobre mi cabeza. Quiero ir de concierto: bueno, se me acaban los sarcasmos, porque ahí se dan todas las jodidas situaciones endémicas de cualquier aglomeración de personas. Me cago en mi puta calavera. Toma berenjena.
¿Y todo eso para qué? Tiene que haber algo, un motivo, un por qué, un objetivo, un fin que pueda justificar esas desagradables derivadas de cualquier evento de masas. Y lo hay. Siempre lo hay. En mi caso, cada vez que cojo aire y me zambullo en magmas humanos, lo asumo como peaje: es el precio que pago por disfrutar de la música en directo. Los pensamientos genocidas nunca me abandonan, pero los mantengo a raya, equilibrados, mansos, siempre que haya música que calme la fiera. El melómano gana al misántropo. Tiene que hacerlo, no le queda otra; yo no puedo contratar a José Luis Perales a punta de pistola para que me cante quince veces la misma canción en un cortijo de mi propiedad, como hizo Pablo Escobar. Soy un random middle class y es lo que toca.
Así que mientras observaba las lucecitas del coche de en frente aquel recién estrenado día 6 de mayo de 2019, conseguí mantener a raya al oscuro personaje que se imagina acariciando su cobaya mientras aniquila civilizaciones, como si fuera el antagonista del Inspector Gadget, pensando en lo que acababa de vivir. No era cosa menor, sino cosa mayor, que diría el insigne Mariano Rajoy: un concierto de Metallica.
Lo curioso del asunto es que el evento guitarresco empezó como acabó: con las luces de freno de un coche frente a mí. Habíamos salido de Cerdanyola con tiempo suficiente y nuestro Opel Corsa nos plantó en Zona Franca en lo que tardé en beberme la fresca cerveza que me amenizó el trayecto, por lo que el desarrollo de los acontecimientos se avecinaba sin mayores contratiempos. Sin embargo, cuando divisaba en lontananza el peñón de Montjuic, atisbé asimismo la magnitud del concierto al que nos enfrentábamos: vías de color rojo en el GPS, luces de color rojo en los coches que frenaban en frente nuestro y sangre color rojo que se agolpaba en mis sienes. Me cago en la puta. La retahíla de vehículos que, en fila india, en ordenada caravana, se desplegaba delante de mi Corsilla blanco, se dirigían a nuestro mismo destino. Y ni siquiera habíamos iniciado el ascenso a la pequeña montaña barcelonesa que los romanos denominaban Monte de Júpiter. Quién me manda a mí meterme en estos berenjenales.
Aunque parezca extraño o incluso impropio de mí, respiré hondo y me tomé el asunto con filosofía. Me estoy haciendo viejo, quizás. Me hice un cigarrillo y me lo fumé con tranquilidad. Una icónica imagen apareció en mi mente: Keep calm and listen Metallica. A la vuelta ya me mosquearé, si procede, por los avatares de la masificación, pero ahora tengo por delante un concierto de los que quitan la respiración y no pienso amargarme. No creo en absoluto en el mindfullness ni en estas payasadas postmodernas, pero el caso es que, poco a poco, coche a coche, semáforo a semáforo, esquivando melenudos metaleros, encontramos un sitio lejano pero perfecto para estacionar el vehículo. Kilómetro y medio después, nos topamos con el recinto que iba a hacer nuestras delicias: el Estadio Olímpico Lluís Companys.
Mientras nos acercábamos a la Puerta 3 para acceder a la Grada 111, donde teníamos reservados los asientos, me fui impregnando del ambiente: venta de camisetas falsas, peña sentada en el suelo fumando petas, litronas por doquier, personajes inauditos, motos haciendo ruido, gente agolpándose en las puertas, pelo largo y chupas de cuero. Sin embargo, pese a la aglomeración que sin duda había, no sentí el habitual agobio. La gente iba muy a su rollo, sin griterío absurdo ni gente ida de la olla. Cómo se nota la relación entre el tipo de música y el tipo de gente que la escucha; no por las pintas, eso es mera chapa y pintura, sino por los modos. Os aseguro que no había fanáticas enajenadas que llevaran una semana acampadas en la puerta para tirarle las bragas a sus semidioses.
Al final, entramos en el Estadio sin hacer cola, ni sufrir ninguna suerte de aglomeración, ni agobio, ni nada que se le parezca. Llegamos a la Puerta 3 y tardamos exactamente 15 segundos en cruzar el perímetro de seguridad tras el oportuno cacheo del portero de turno. Click, verificación de entrada, subimos unas escaleras y nos encontramos en las entrañas del Estadio. En menos de otros cinco minutos, ya tenía una pinta de cerveza en la mano. En los siguientes diez minutos, ya había comprado una camiseta cojonuda de Metallica que me llevé puesta, como mandan los cánones. Mientras tanto, todavía estaban los teloneros dando caña, así que prisa ninguna. A pedir de boca, que se dice.
Pues mira, Sergio, por estas cosas te metes en estos berenjenales. Porque al final no son para tanto. Porque es una exacción adicional al precio de la entrada que finalmente asumes sin tanto problema. Porque, cerveza en mano, tras acomodarse mi mujer y su amiga en los asientos que nos correspondían, pude darme un paseo por las gradas y maravillarme con la imagen de más de 50.000 almas poblando sillas, escaleras y pista, esperando con ansias a que apareciera uno de los grupos más icónicos de música no electrónica. Historia viva. Pude embeberme del ambiente que se respiraba. Del buen rollo, de las miradas cómplices. Observé con aprobación padres con hijas de 20 años que hacían honor a su herencia musical. Grupos de viejos amigos que ya iban beodos hasta las cejas antes del concierto y que recordaban los duros años 90. Largas melenas que, en poco tiempo, iban a moverse con frenesí al ritmo de una guitarra infernal.
Tras mi habitual vuelta de reconocimiento y tras echarme un pitillo ante la escena que os narraba en el párrafo precedente, me senté al lado de Elisenda -mi mujer- y aguardé a que comenzara el concierto. La concurrencia estaba expectante y se hicieron las olas de rigor mientras cervezas andantes ofrecían refrescar el gaznate a precios prohibitivos –para el que no sepa qué demonios es esto de una cerveza andante, indicaros que son vendedores ambulantes que llevan 20 litros de cerveza en una mochila refrigerada y un surtidor para rellenar vasos, fácilmente reconocibles a distancia por llevar una luz o una banderola en lo alto-. Recuerdo con cierta hilaridad cómo una chica malagueña que se sentaba justo detrás de mí se entretenía buscando, en pista, gente que meara con guarrería y en cualquier sitio al no poder acceder a los lavabos portátiles, insuficientes para atender a tanta vejiga llena. Tenía ojo de halcón, la interfecta, pues veía chicas con las bragas bajadas en mitad de la pista donde yo no las veía; y eso que soy rápido cual guepardo en detectar carne de mujer descubierta.
Finalmente, llegó el momento. Dio comienzo el espectáculo de luz, fuego y música bajo un telón compuesto por varias pantallas led de dimensiones monstruosas que permitían acercar a los integrantes de Metallica al público que, como yo, estaba acomodado donde Cristo perdió la alpargata; sin perjuicio de emitir, además, increíbles imágenes y evocadoras escenas. Apuntaba maneras el concierto, desde luego, pero, cuando sonó el primer acorde guitarresco…
…el sonido era infame hasta decir basta. Imperdonable para una banda como Metallica. No sé qué cojones había estado haciendo el técnico de sonido mientras los teloneros amenizaban el ambiente y preparaban el terreno al plato fuerte de la noche, pero ni verificó la complicada acústica del Estadio, ni pulió y armonizó volúmenes, ecualización y paneado de instrumentos, ni hizo su puñetero trabajo, que es bien sencillo desde una perspectiva teleológica: que el concierto se escuche, simple y llanamente, bien. A toro pasado y tras revisar diversas crónicas en Internet, he sabido que primera canción que sonó –tras interpretar la fabulosa versión de "The Ecstasy Of Gold", de Ennio Morricone- era la que daba nombre a su nuevo álbum de estudio, "Hardwired", pero en aquellos momentos sólo sonaba ruido: no se oía a James Hetfield y sonaba demasiado el bajo de Robert Trujillo. La digna concurrencia, que llevaba horas borracha esperando su dosis de soma musical, se indignó.
Entonces, llegó a mis oídos, de manera difusa, por la infame ecualización, una frase que conocía bien: “Fortune fame, mirror vain, gone insane, but the memory remains”. El ligero enfado que me subía de las entrañas quedó disipado al instante. El melómano volvió a ganar la partida al misántropo. "The Memory Remains" entró en escena y mi cabeza viajó a 1997, volvió a aquél chaval de 12 años que sentía una mezcla de miedo y fascinación por esa oscura canción. Volvió a erizarse mi piel con aquella nana siniestra. “See the nowhere crowd cry the nowhere tears of honor”. En esos momentos, ya me daba lo mismo el sonido, quería más Metallica, quería música, quería recuerdos, quería miedo, odio, rabia. Comencé a cantar, a moverme inquieto, a disfrutar el concierto.
Pero algo erraba. Aquello no era natural, pensé. Te lo estás empezando a pasar muy bien, pero hay algo que falla. No tardé demasiado en caer en la cuenta: A ver, Sergio, tú no puedes estar sentado en una mierda de silla pensaba para aficionados de fútbol que comen pipas en un maldito concierto de metal. Tú no vas a soportar a este loco que tienes a la diestra que se mueve como si estuviera poseído y que tiene el mismo sentido del ritmo que un epiléptico en pleno ataque. No. La pista era demasiado, pero la silla era insuficiente. Le dije a Elisenda que me iba por ahí, no sé a dónde, pero no aquí, sentado, enclaustrado, encerrado, encadenado, aunque estuviera al aire libre. Salí de la fila, respiré y fui a por otra cerveza.
…And beer for all!, rezaba el vaso de plástico que conmemoraba el concierto. Los nueve euros que me costó la pinta me dolieron en cartera y bolsillo, pero no iba a ponerme ahora a reparar en gastos. Bastardos pensamientos, éstos, que se esfumaron cuando observé el ambientazo que había en la escalera de la Grada 111. Con las filas de sillas a cada lado y una anchura de cuatro metros, se estaba cómodo, podías bailar, saltar, respirar aire limpio; incluso podías elegir si querías ver el concierto desde arriba o casi a pie de pista. De puta madre. Y si la cosa era buena, sólo podía mejorar: empezó a sonar “The unforgiven” y el Estadio se vino abajo. Piel de gallina, pulso acelerado y miles de voces coreando. Desde esa perspectiva, desde la escalera, me sentía poderoso. Un poder que se contagió a todos los concurrentes cuando empezó a sonar, con toda su fuerza, el riff de “Sad but true”. No pude sino unirme a unos borrachos que se iban cayendo por las escaleras y empezar a darle al air guitar. Una imagen ridícula, la mía, muy seguramente, pero me importaba un rábano. Esto es lo que yo quería.
Continuamos con el “Fade To Black”, seguimos con la curiosa versión de Muerto Vivo de Peret -que al parecer no era la primera vez que interpretaban- y nos dieron un puñetazo en la cara con la maravillosa canción “One”, amenizada con unas imágenes de soldados cadavéricos desfilando entre fuego y destrucción. Yo estaba que no cabía en mí, disfrutando como nunca, saltando, chillando, alucinando con las crudas imágenes de las pantallas led, rememorando 20 años de pasión por este grupo. No obstante, y como en ocasiones lo bueno no dura, “em van aixafar la guitarra”, que se dice en mi tierra, cuando apareció sorpresivamente en la escalera un miembro del staff que nos conminó amablemente a que nos fuéramos cada uno a nuestro asiento y desalojáramos la escalera. Los borrachos a los que me he referido anteriormente se rieron en su puta cara, pero llegaron aguafiestas de refuerzo sin un ápice de la amabilidad del primero y todos tuvimos que ceder. La perspectiva de ser expulsado del evento era demasiado grave como para no deponer esta actitud desafiante.
Yo bajé las escaleras dispuesto a cumplir las órdenes de estos desgraciados –están haciendo su trabajo, lo sé, y tiene sentido desalojar las escaleras por si es preciso evacuar, pero en esos momentos los odiaba con toda mi alma-, pero justo a la altura de mi fila de asientos, justo cuando le dije a la primera persona de la fila que me dejara pasar, empezó a sonar “Master of Puppets”. Este momento no me lo arrebatáis, miembros del staff. No soy capaz de describir las sensaciones que me inundaron frente al espectáculo visual y sonoro que ofrecieron. ¡Master! ¡Master! La escalera volvió a llenarse y yo me planté en el puro centro. Caso omiso a los esos cortarollos. Qué les den por culo. “Master of puppets I'm pulling your strings. Twisting your mind and smashing your fucking dreams”.
Sin embargo, me tenían fichado. Me dieron el privilegio de vivir esa canción en las escaleras, he de reconocerles, pero cuando finalizó “Master of Puppets”, uno de los miembros del staff se dirigió directamente a mí. Personalmente. El muy cabrón se quedó a mi lado hasta que, efectivamente, crucé la fila y me senté en el asiento que me había tocado en suerte. Mi mujer me miró extrañada. Ni ella ni su amiga contaban con volver a verme hasta que acabara el concierto o hasta que les llamara desde la calle por haber sido expulsado. Son casi 10 años de relación, me conoce lo suficiente como para prever mis movimientos. Antes de contestarle, no obstante, miré hacia las escaleras: el hijo de puta del staff que me había cazado me seguía mirando. Mierda. Wasted, que salía en la pantalla del Gran Theft Auto cuando te detenía la pasma. Me encogí de hombros, impotente, y continué disfrutando del concierto sentado.
Gozar de “Creeping Death” y “Seek and Destroy” sentado en la silla me mosqueó un poco, pero dentro de mis posibilidades, que eran escasas por el limitado espacio, seguí dándolo todo, aunque el concierto ya llegaba a su fin. De hecho, finalizadas esas canciones, hicieron la clásica falsa despedida para volver a los pocos minutos y regalarnos una despedida a la altura de las circunstancias: “Enter Sandman” y, por supuesto, la melancólica “Nothing Else Matters”. Buen remate. Buen concierto. Ha valido la pena, pensé, cualquier agobio derivado de la masificación. Ha valido la pena, concluí, aunque no hayan tocado mi canción favorita del grupo, a saber, el “All Nigthmare Long”; sobre el que ya hice un artículo, por cierto, por procurar el mejor videoclip de la historia.
Elisenda pisó el freno. No recuerdo el modelo, pero sí las luces en mi cara. Volvíamos a casa –o, mejor dicho, tratábamos de llegar a casa-, pero aquél coche que teníamos en frente no avanzaba. Ni el de delante. Ni el subsiguiente. Y mientras intentaba amenizar el trance con música de YouTube y nos planteábamos si pararnos en el McDonalds de la Ronda Litoral a llenar nuestros vacíos estómagos, mientras miraba las luces traseras del coche de en frente, leds rojos e hipnóticos, mientras le daba vueltas a la palabra berenjenal, un lúcido pensamiento equilibró mi homeostasis mental: ha merecido la pena, Sergio. Toma mi dinero, cobrador de peajes de masas humanas. Y quédate el cambio.
Artículo precedente: Historias de España - ¡Viva la Pepa! (1812) (III)
La felicidad nacional
¿Qué es la felicidad? Según la R.A.E., esta voz castellana significa, en su primera acepción, “un estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien”. ¿Un bien? ¿Necesitamos estar en posesión de un bien para ser felices? Si bien es cierto que no se especifica si el bien debe ser físico o etéreo, parece que sí que se exige, según esta acepción, estar en posesión de algo, sea lo que sea. Y eso no siempre es necesario, ¿verdad? Quizás debemos enfocarnos en su segunda acepción: “Satisfacción, gusto, contento”. A mí no me gustan las descripciones que se remiten a otros términos similares, pero, en el fondo, una persona feliz no puede sino estar satisfecha, gustosa y contenta. Pero no me convence. ¿Y si buscamos la palabra feliz? “Que tiene felicidad”, reza la R.A.E., quedándose más ancha que la Castilla que da nombre a su idioma. Tócate los huevos. Desde luego, leer esto no me hace poseedor de ningún bien que me complazca ni me produce gustosidad.
Seguramente me diréis, a ver, Sergio, tampoco es necesario que nadie defina qué es la felicidad, puesto que todos la hemos sentido en un momento u otro de nuestra existencia. Sabemos lo que es, aunque no podamos describirla. Al final, es un estado de ánimo y, por tanto, subjetivo, por lo que tratar de objetivizarlo siempre acarrea problemáticas conceptuales. Seguramente, habrá quien interprete que la felicidad es una inyección constante de endorfinas, con independencia de cualquier evento exterior a su propio cuerpo; dicho de otro modo, que la felicidad es puro y simple placer. Otras personas seguramente interpretarán este concepto como la consecución de una meta especialmente deseada que les reportará una satisfacción plena; vamos, que consideran que la felicidad tiene una vocación finalista. Alcanzada dicha meta y esfumada la felicidad plena, se darán cuenta que yerran el tiro, pues la existencia no es estática y nada es definitivo -mucho menos la felicidad-, pero hasta tanto, así lo cree mucha gente. Por supuesto, habrá quien vincule su felicidad al sexo, o a la música, o al consumo excesivo de queso (yo me cuento entre estos últimos). No me cabe duda que alguien sentirá felicidad por la infelicidad ajena. O incluso por la propia: para muestra, escuchaos la canción "Qué bien tan mal" de Ojete Calor.
Ni que decirlo tendría, pero numerosos filósofos también han abordado esta cuestión, como Aristóteles (“las personas felices deben poseer tres especies de bienes: externos, del cuerpo y del alma”), Leibniz el pelucas (“la felicidad es un placer duradero, lo que no podría suceder sin un progreso continuo hacia nuevos placeres”), Immanuel Kant (“la felicidad es una condición de un ser racional en el mundo, al cual, en el total curso de su vida, todo le resulta conforme con su deseo y voluntad”) o el cenizo Hegel (“la felicidad es el ideal de un estado o condición inalcanzable, excepto en un mundo sobrenatural y por intervención de un principio omnipotente”), al que se le debe, por cierto, otra gran frase que se atribuye de manera errónea a Karl Marx: “la religión es el opio del pueblo”.
Así que ni la Real Academia Española ni cientos de filósofos de diferentes épocas, ideas y lugares han sido capaces de dar con una definición definitiva que sea aplicable universalmente. Pueden aproximarse al concepto, determinar que es un estado de ánimo (sobre lo cual, todos estamos de acuerdo) y vincular dicho estado de ánimo a elementos más o menos objetivos, a sensaciones particulares, a movimientos químicos cerebrales; pero al final, nadie es capaz de dar una respuesta objetiva definitiva a algo que es absolutamente subjetivo. Así que la felicidad, después de toda la chapa que os he dado con filósofos, académicos o incluso canciones de subnopop, es lo que cada uno considere en base a sus propias circunstancias. Todo y nada a la vez. Una entelequia.
Sin embargo, los liberales españoles del siglo XIX tenían muy claro el concepto. Los diputados que preparaban, redactaban y aprobaban la primera Constitución española en aquella sitiada Cádiz de 1811 no estaban en condiciones de ser especialmente felices, pero tenían claro qué ése, y no otro, debía ser el máximo objeto de los trabajos que allí les habían llevado desde todos los rincones (y Hemisferios) de aquella España decadente: la felicidad nacional. En su caso, no había demasiada discusión filosófica, pues todos tenían claro qué era la felicidad a efectos políticos: el bien común aristotélico.
Antecedentes
El día 25 de agosto de 1811, tras la resolución de determinadas cuestiones previas solicitadas al Ilustre Presidente de las Cortes de Cádiz que dirigía la sesión en ese caluroso día de verano, el manchego D. Ramón Giraldo de Arquellada, se presentó ante los 150 diputados que allí se congregaron ese día el Proyecto de Constitución Política de la Monarquía Española que, 200 años después, conocemos como la Pepa. D. Ramón Giraldo, jurista y político nacido en la histórica localidad de Villanueva de los Infantes, en Ciudad Real, previamente a leer los primeros artículos de aquél moderno texto legal que pretendían regulara la vida de los españoles de ahora en adelante, dio un corto pero interesante discurso: “Hoy se empieza a discutir el proyecto formado para el arreglo y mejora de la constitución política de la nación española, y vamos a poner la primera piedra del magnífico edificio que ha de servir para salvar a nuestra afligida patria, y hacer la felicidad de la nación entera, abriéndonos un nuevo camino de gloria (…) Empecemos, pues, la grande obra, para que el mundo entero y la posteridad vean siempre que estaba reservado solo a los españoles mejorar y arreglar su constitución, hallándose las Cortes en un rincón de la península, entre el estruendo de las armas enemigas, combatiendo con el mayor de los tiranos, cuya cerviz se humillará más con este paso que con la destrucción de sus ejércitos. Espero asimismo que el público que nos oye, y de cuya felicidad y la de sus hijos se trata, guardará el más profundo silencio”. La felicidad de la nación entera. La felicidad del público que les oye. La felicidad para sus hijos. D. Ramón Giraldo, con su discurso de presentación de la CE-1812, dejó claramente expuesto cuál era el objeto último de sus trabajos constitucionales: la felicidad nacional.
Es decir, los constituyentes no interpretaban la felicidad como una entelequia, como un servidor de ustedes ha concluido tras dar varias vueltas conceptuales en círculo. No. La cosa no iba de conceptos etéreos, sino de objetivos vitales. De cuestiones nacionales, no individuales. Y es que de nada hubiera servidor otorgar la soberanía al conjunto del pueblo español si no se establecía un destino común, un objetivo, un motivo por el cual constituirse como estado soberano. La felicidad, en este caso, no era el placer físico, ni reír hasta el ahogo, ni casarse, ni tener hijos, ni comer queso (y dale con el queso): la felicidad a efectos jurídicos era dotar al pueblo de un buen gobierno. De un gobernante que encaminara toda su actuación hacia el bien común de los gobernados. Algo tan lógico como insólito, ¿verdad? Quizás un poco inocente, me diréis. Naíf, si me permitís la expresión. Un elemento que sólo podía desarrollarse de este modo en plena Ilustración. Un elemento que se introdujo, de manera literal, en el texto constitucional, aunque hoy en día ni se nos pase por la cabeza encontrarnos con algo semejante.
En concreto, esta cuestión quedó materializada en el artículo 4 del proyecto de Constitución presentado en fecha 25 de agosto de 2011, que disponía lo siguiente: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la nación, puesto que el fin de toda sociedad no es otro que el bienestar de los individuos que la componen.”. La discusión sobre dicho artículo, que tuvo lugar en las Cortes durante gran parte del día 30 de agosto de 2011, en ningún caso tuvo por objeto una discusión de fondo sobre la pertinencia de introducir este concepto ajeno al Derecho en una Constitución. En absoluto. Prácticamente toda la discusión consistió en cuestiones puramente formales: D. Felip Aner, al que conocimos bien en artículos anteriores, discutía si este artículo debía ser el cuarto de la Constitución o si debía introducirse en el Título referido al Gobierno. El valenciano D. Francisco Javier Borrull y Vilanova, señalaba que no era necesaria aclaración alguna al concepto de felicidad, por lo que debía suprimirse la subordinaba que cerraba la oración. El clérigo extremeño D. Diego Muñoz-Torrero, ponente de la comisión de redacción del proyecto, nos dio una de las claves de dicho artículo, que había redactado él mismo: “Los gobernantes no siempre atienden al axioma Salus populi suprema lex est (La salvación del pueblo es ley suprema), sino que algunos, como Napoleón, dicen: Salus principi vel imperantium suprema lex est (La salvación del Imperio es ley suprema). Y por cuanto la nación es el número de familias que la componen, a los que la gobiernan se les confía este cargo, no para que miren por su bien particular, sino para el de toda la nación; y este es el objeto que ha tenido la comisión en poner el artículo del modo que está."
Sin embargo, el más elocuente discurso que se profirió durante la discusión parlamentaria sobre este particular fue el desarrollado por el diputado gallego D. José Ramón Becerra Llamas utilizando el método socrático: “¿Qué es la nación? La reunión de todos los españoles de ambos hemisferios; y estos hombres llamados españoles ¿para qué están reunidos en sociedad? Están reunidos como todos los hombres en las demás sociedades para su conservación y felicidad; ¿y cómo vivirán seguros y felices? Siendo dueños de su voluntad; conservando siempre el derecho de establecer lo que juzguen útil y conveniente al procomunal. ¿Y pueden por ventura ceder o enajenar este derecho? No; porque entonces cederían su felicidad, negarían su existencia, mudarían su forma, lo que no es posible ni está en su mano. Este derecho, como todos, se deriva de su propia naturaleza. Ca da uno de nosotros individualmente busca su felicidad, procura su conservación, su mejor estar, es impelido a ello por su propia organización; no puede dejar de ceder a este impulso, porque cesaría de existir: así de la misma manera el conjunto de individuos reunidos en sociedad, no mudando por esto su forma física y moral, preciso es que en unión sean impelidos a buscar su felicidad, y mirar por su conservación, como lo son separadamente y en particular.”
En consecuencia, podemos comprobar que la introducción del concepto de la felicidad nacional como máximo objeto de la acción de gobierno iba estrechamente vinculado al concepto de la soberanía nacional. El fondo de la cuestión era dirigir toda actuación pública hacia el bien común de las personas que componen cualquier ente político y no en los libres caprichos, deseos o erráticas voluntades de reyes, señores feudales o ricohombres. Era necesario hablar de felicidad. Era una consecuencia lógica. Maldita sea, el bien común aristotélico al que se refiere D. José Ramón Becerra Llamas en el párrafo precedente tenía todo el sentido del mundo, por muy naif o inocente que pudiera parecer. En ese momento, fue necesario dotar de cierto componente moral al Derecho, pues en el fondo, la Revolución Francesa procuró un cambio de paradigna de muy profundo calado.
Regulación constitucional
Al final, una vez realizada la discusión de todos los artículos del proyecto constitucional, nuestro querido amigo D. Felip Aner pudo comprobar que sus comentarios no caían en oídos sordos: se trasladó el artículo 4 del proyecto de Constitución al artículo 13 CE-1812, incardinado en el Título III; manteniéndose, eso sí, la literalidad del mismo: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la nación, puesto que el fin de toda sociedad no es otro que el bien estar de los individuos que la componen”.
En la actual Constitución Española (en adelante, CE-1978) no consta mención alguna a la felicidad. De hecho, si buscamos la regulación específica que se refiere al objeto del Gobierno de la Nación, o más bien a sus funciones, debemos desplazarnos hasta el Título IV; concretamente, al artículo 97 CE-1978: “El Gobierno dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado. Ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes.”. Punto. Desarrolla sus funciones, pero no determina cuál es su objeto último.
En este caso, como podemos ver, hay una diferencia fundamental entre ambas Constituciones: la CE-1812 señala el objeto subjetivo de la acción de Gobierno; la CE-1978 sólo señala, de manera aséptica, sus funciones, y qué y el cómo, no el por qué. Y la pregunta que me viene a la cabeza es la siguiente: ¿Si fue necesario introducir este concepto en 1812, porque ya no lo fue en 1978 y no lo es en 2019? Principalmente, para extirpar cualquier atisbo de subjetividad a los Poderes Públicos. Esto es así y tiene sentido, sobre todo, a la vista de lo ocurrido en Europa durante el siglo XX. El ciudadano occidental de mediados del siglo XX no quería oír hablar de que el Estado procurase su felicidad: ellos se encargarían de ello y se conformarían con que el Estado no les procurase, al menos, infelicidad.
La interpretación. Ahí está el quid de la cuestión. Si interpretamos la felicidad nacional como el bien común aristotélico, podemos coincidir con este punto de vista todos los que nos hacemos llamar liberalistas; pero ¿qué pasa con los comunistas? Tienen otro concepto de felicidad a efectos políticos. Y ya no digamos los nacionalistas, que protegen sobre todas las cosas y frente al individuo, si es necesario, la nación. ¿Y qué pasa con el fascismo, que no deja de ser una mezcla de ambas ideologías? Pues que nos lleva al desastre. En base, todos ellos, a un mismo concepto: la felicidad nacional. Naif e inocente, decía yo párrafos atrás. Y la inocencia, como bien sabemos, se pierde, y no siempre de manera agradable.
Por ello, aunque el concepto es bonito, aunque en su momento tuvo sentido, aunque dota de una carga moral al Derecho que en ocasiones es necesaria, hoy en día no debe hacerse referencia alguna a la felicidad en ningún texto legal para evitar pretextos subjetivos que puedan ser utilizados por los gobernantes para actuar de manera arbitraria. No estamos precisamente en una sociedad lo suficientemente ilustrada para jugar a esa suerte de ruleta rusa.
Todavía no me lo creo. Veo fotos y vídeos, leo comentarios de la gente, escudriño mis recuerdos. Escucho lo que sonó aquella noche en mi casa, una y otra vez, pensando para mis adentros que no, que no es posible. Todavía no me lo creo, en serio. Hay que estar mal de la cabeza para creerse que en una sala que se llama Salseo un servidor de ustedes haya hecho el indio con el Desperation - Our Reservation delante de la cabina como si fueran los salvajes años 90. Hay que estar como una regadera para imaginar que en pleno 2019 sonase el General Noise - Rotterdam Subway en una sala abierta al público y no en mis cascos mientras camino por la calle. Zumbado perdido, vamos. De atar hay que estar para llegar a imaginarse que se haya acabado una sesión discotequera en Gerona durante este mismo mes de abril con hardcore guitarresco a las seis y media pasadas de la mañana. Pero pasó. Vaya si pasó. Y no sólo durante la residencia de David Pastilles en la Sala del Cel de 1992 a 1994, sino en reciente y ya histórico día 7 de abril de 2019. Y aunque no me lo crea todavía, yo estuve allí.
La cosa se remonta a hacer poco más de un mes. Navegando por internet, sin ton ni son, tratando de encontrar algo con un mínimo de interés en la anodina red social de turno, lo vi: un negro, sencillo y conciso cartel que anunciaba un homenaje de DJ Pastis a la Sala del Cel. “On va començar tot”, rezaba. Saltó una chispa, un resorte, un aviso. Ojo. Danger. Esto no es una fiesta cualquiera, pensé. Aquí no va a sonar el maldito New Limit - Smile ni las típicas y tópicas canciones que me aburren hasta decir basta. Esto es cosa seria de verdad. Tenía que dar la voz de alarma a todo mi núcleo duro de reputados makineros. A mis mejores amigos, a esos irredentos fiesteros de pedra picada que sin duda compartirían mi ansiedad por asistir al evento. No podíamos obviar algo así.
La primera acogida no fue demasiado efusiva. Bueno, podríamos ir, no estaría mal, me dijeron. Ya verás como al final no vamos a ir. No será para tanto, me decían otros. Yo me emperré, por supuesto. A tomar por culo la remember tal, la discoteca cual y el compromiso con no sé quién en no sé dónde, una fiesta así no la hemos visto igual en nuestra puta vida, pues en 1994 todavía íbamos en pantalones cortos y coleccionábamos cromos de Dragon Ball. La cosa quedó allí, en el aire, en el bar Cohi-Bar de Ripollet, mientras seguíamos cerveza arriba, cerveza abajo. Qué bien te va el negocio, Patxi.
Fue a la semana siguiente, creo. En el mismo sitio. Las cervezas siempre son buenas consejeras, quizás, y la idea que planté durante la semana anterior germinó con una virulencia inusitada. De hecho, fue visto y no visto: sacamos el tema, se comentó brevemente y en menos de lo que tardé en darle dos sorbos a la Mahou, ya habíamos alquilado un apartamento en el puro centro de Girona para la noche del día 7 se abril de 2019. Ya estaba hecho. No había vuelta atrás. Las cosas que pasan en la terraza de tu negocio, Patxi.
Y llegó el día. El fin de semana que nunca olvidaremos. Por supuesto, el núcleo, el hueso del aguacate, fue la fiesta en la Sala del Cel, pero el antes y el después acompañaron, maximizaron y enloquecieron un evento que ya de por sí tenía por objeto hacernos perder la poca cordura que tenemos. El viaje de Gerona ya nos dejó una imagen hermosa: un pique con un Mercedes Clase A lleno de hermosas mujeres que acabó con un adelantamiento por la izquierda a más de 150 km/h con las nalgas de un amigo asomando por la ventana derecha trasera. La imagen seguramente fue evocadora para aquellas rubias luxemburguesas que había venido a la Costa Brava a disfrutar del buen tiempo. Un culo les dio la calurosa bienvenida que merecían.
La entrada en la ciudad de Gerona fue menos evocadora. Bueno, miento, sus calles empedradas, sus bares, su gente y sobre todo su vida crepuscular nos llenó de ilusión y buenas sensaciones, pero aparcar los vehículos fue complejo y mucho más circular por el casco antiguo sin saber hacia dónde nos llevaban aquellas calles adoquinadas. Finalmente, encontramos un lugar adecuado en las afueras, aparcamos los coches, cogimos nuestros bártulos y nos dirigimos a buen paso al apartamento sito en una calle del puro centro de Gerona, a unos 150 metros del Ayuntamiento. De camino, obtuve la primera sorpresa de la noche: me encontré a usuarios del foro www.radicalresistance.com que, como yo, no tenían intención alguna de perderse aquella fiesta. De Madrid a Gerona hay pocos kilómetros si se trata de un evento de esta naturaleza. Su presencia auguraba música dañina. Hype en aumento.
Una vez personados en la puerta de entrada al apartamento, sentimos cierto pavor. ¿Dónde coño nos hemos metido? Una puerta de manera astillada, vieja y mohosa daba entrada a un lúgubre pasillo que disponía de un grifo a media altura –que, dicho sea de paso, iba a dar mucho juego posteriormente-. Las escaleras eran siniestras, empinadas, y en el segundo piso había un ventanal de vidrio antiguo con más mierda que el palo de un gallinero. Sin embargo, nuestras dudas se esfumaron al cruzar la puerta que daba directamente al apartamento, en la tercera planta: Muebles nuevos, acogedores espacios, un cuadro gigante, un cómodo sofá y una estatua de una negra con los pechos al aire que proyectaban lujuria. Ahora sí. Esto sí. Comencemos.
Paseos nocturnos, hamburguesas sabrosas, preguntas sobre el tamaño de la butifarra a una camarera negra que, en cierto modo, recordaba a la estatua mencionada en el anterior párrafo; goles de Suárez y Messi al Atlético de Madrid, canis tatuados de Gerona con pinta de robaviejas, precio razonable del garito, ganas de chupitos incipientes; ginebra catalana y ron caribeño, sifón por la ventana, bailes absurdos, vociferaciones por doquier, fotografías interminables, mucho tabaco y música, música y más música. El trance que media desde que nos instalamos en el apartamento hasta que llegamos a la puerta de la Sala del Cel fue épico, como no podía ser de otra manera. Un aperitivo en condiciones. Ni que decir tiene que el grifo del siniestro pasillo se abrió a su máxima capacidad antes de salir hacia la sala, con desastrosos y acuosos resultados. Liada parda. Cualquier atisbo de inhibición en el comportamiento se había esfumado. Había llegado el momento.
Y, entonces, casi sin darnos cuenta, click, el portero de la discoteca verificó nuestras entradas a través del código de barras y nos dirigimos al interior de la discoteca que llevábamos un mes deseando pisar. Poca broma: era mi primera vez en la mítica Sala del Cel. Sé que dejé la chaqueta en guardarropía y me di un paseo de reconocimiento por la sala, as usual, pero mi cerebro borró esa inútil información: el primer recuerdo que tengo de la sala, el más claro, el más elevado y el que perdurará en el tiempo, es escuchar y bailar sin freno el Tesox - Go Ahead London delante de cabina. Mi cabeza estalló. Las piernas se me movían solas. Una sonrisa se me dibujó en la cara. Si empezamos así, cómo acabaremos, pensaba. “¿Pero esto qué es?”, chillaba, como si no me lo creyera. Y es que todavía no me lo creo.
Aunque aspiro fútilmente a ser una especie de enciclopedia musical, desconocía más de la mitad de las canciones que sonaron aquella noche, pero no me importaba en absoluto. Al revés. Cada vez que no reconocía una canción era para convencerme a mí mismo de que necesitaba ese tema. Cada canción desconocida era un soplo de aire fresco que venía desde 1994 hasta 2019 y nos daba a entender de manera contundente y sin decirlo que tenemos electrónica de sobra en los 90 para no repetir las mismas canciones de siempre en las remembers. Se decía en los reñideros makineros: “¡Ay, si Pastis sacara su maleta oculta!”; y, al parecer, se debían referir a la que eligió aquella noche. Bendita maleta. Benditas canciones desconocidas.
En cuanto a las canciones conocidas, qué decir. La discoteca se vino abajo con el Velocity - Future, bailó como si no hubiera un mañana con el Casseopaya - Overdose, quemó zapatilla con el Nando Dixkontrol - Megadixk N° 8 y se volvió loca con el himno no oficial de la Sala del Cel de David Pastilles, el espectacular Alien Factory - Beta Music (Hangover Remix). Semanas antes, un amigo y yo hablábamos de una canción que escuchamos una antigua sesión que nos hizo intercambiar miradas de complicidad cuando sonó en la fiesta: Lunatic Asylum - The Meltdown. Y, en mi caso, me faltó poco para echarme a llorar cuando sonó una de las mejores canciones de la música electrónica, según mi criterio: El Cosmic Baby - Fantasía. Me puede esta canción. Sus sonidos, su melodía, las sensaciones que transmite, que cabalgan entre la melancolía y la esperanza, su manera de evolucionar durante sus ocho minutos de duración. Bailarlo en una discoteca con un público entregado, al lado de tus mejores amigos, con nada menos que DJ Pastis en cabina, es un lujo. Un regalo que no podría agradecer suficiente en modo alguno. Elevación espiritual máxima. Estas cosas hay que vivirlas, coño.
El resto de la noche transcurrió sin que en ningún momento bajara el nivel; asunto, éste, que debe ponerse en valor, pues no es fácil en una sesión de más de seis horas. DJ Pastis estaba entregado, se le veía disfrutar, saltar, reír, chillar: era uno más de la fiesta. Y eso, queridos lectores, es una de las claves de su éxito. Quizás no tendrá millones de seguidores, pero los que lo somos, lo somos de verdad. Fieles a su estilo. Agradecidos por su esencia, por su manera de ser. Por ser una persona auténtica hasta las últimas consecuencias. Y allí le acompañamos, hasta el final, hasta que sonó la mítica mezcla del New England - Give It Up con el Maurizio Braccagni - XTC vol 1 (Rotterdam Version) y hasta que nos mató definitivamente a todos con tema guitarresco que no entraba en la cabeza. Apoteósico hasta el final.
El regreso a la realidad de las calles de Gerona tras aquél interminable orgasmo musical no fue, en absoluto, un hecho doloroso o traumático. Ni siquiera se intuía abatimiento o el típico sentimiento de vacío posterior a un momento irrepetible. En absoluto. Recuerdo acabar chupándole el culo a una estatua leonina mientras uno de mis amigos cogía una escoba y se ponía a barrer una plaza hasta que el pobre trabajador que sí que se dedicaba profesionalmente a tal menester apareció en escena con una mezcla de estupor y pavor dibujada en el rostro. Me viene a la cabeza el sol apareciendo mientras recorríamos las calles de Gerona dirección al apartamento, donde devoramos fuet con pan como si lleváramos semanas aquejados de inanición.
La música volvió a sonar en el apartamento mientras algunos compañeros de fatigas trataban de dormir sin ningún éxito. Se encontraron son sopletes hechos con desodorantes, detergente volando y vociferaciones sin sentido que impidieron ningún descanso. Al final, uno de estos bellos durmientes salió al balcón, tocándose de manera indecorosa sus partes pudendas, y llamó fascistas a gritos a unos corredores que aprovechaban aquella hermosa mañana de domingo para hacer una maratón. “¡Feixista, vostè, feixista!”, indicaba mi amigo a un corredor, que se giró sin comprender nada. No eran conscientes de que el hecho de correr con salud mientras otras personas seguían de fiesta era un acto de puro fascismo que debe ser reconocido por la Real Academia Española. Al final, incluso los más irredentos fiesteros tuvieron que deponer su actitud, cayendo sobre cualquier superficie al objeto de fallecer de extenuación.
Lo mejor vino cuando, a las 12:00h en punto, aporreó salvajemente la puerta la propietaria del apartamento para que lo desalojáramos de inmediato. Seguramente habréis visto películas o series de muertos vivientes, así que no es preciso que entremos en detalles. Sólo diré que un amigo, que había caído en un sueño profundo, fue incorporado con cariño pero con firmeza y desplazado de la cama hasta la pared en la que se le aparcó como si de un saco de patatas se tratara. Allí abrió los ojos y comprobó estupefacto la presencia de una mujer. “Però quants sou?”, dijo la propietaria, que descubría una amarga sorpresa tras otra. “No us vaig dir que no es podia fumar?”. Esto, es que, bueno, en realidad fumábamos en el balcón, señalaba el pobre colega que había arrendado el apartamento, mientras trataba de justificar sin éxito la existencia de colillas en la encimera de la cocina. Terrible.
Salimos de allí apresurados bajo las espuelas de una cabreada propietaria, que detectaba más irregularidades normativas cada minuto que pasaba en el apartamento, y nos fuimos a la plaza de la Iglesia a echarnos algo al estómago –no sin antes darle media vuelta al grifo del siniestro pasillo para rematar la trolleada-. Servidor de ustedes, que en ocasiones parece gilipollas, se comió un batido de kiwi y una naranja, elementos poco recomendables ante un estómago ya revuelto. Y ahí acabó el fin de semana, pues el siguiente evento fue ir a buscar los coches y volver a casa más muertos que vivos, pero absolutamente satisfechos.
Normalmente no suelo explicaros mi vida más allá de introducir un tema mediante un elemento personal, pero en este concreto caso me lo pedía el cuerpo. Tampoco es habitual que os muestre mi lado más gamberro y quinceañero, que atesoro aunque supere la edad de Cristo, pues normalmente soy persona algo más sensata de lo que se deduce del relato que hoy os presento; pero hay veces que para huir de la rutina de un adulto responsable cabe regresar a la irresponsabilidad adolescente. En fin, el caso es que el evento discotequero no habría alcanzado semejantes niveles de épica sin un antes y un después a la altura de las circunstancias. Y al cabo, todo relato subjetivo se fundamenta en sensaciones, en vivencias particulares, por lo que es importante contextualizar. Dicho de otro modo, la música fue muy importante, pero vivir esa fiesta con mis mejores amigos fue un elemento igualmente capital en la valoración general del fin de semana. Gracias, cabronazos, por ser como sois.
Al final, fijaos, me lo voy a tener que creer. Pasó.
Un fin de semana inolvidable.
Artículo precedente: Historias de España - ¡Viva la Pepa! (1812) (II)
Por lo general, cuando os presento un artículo histórico, os invito a viajar mentalmente a épocas pretéritas más épicas, interesantes, en ocasiones brutales y siempre significativas, por mediación de algún vínculo con la anodina actualidad. No sé si lo recordaréis, pero inicié esta serie de artículos históricos vinculando a Luis Bárcenas con nada menos que el Gran Capitán, utilizando como hilo conductor entre ambos individuos el uso de la contabilidad creativa para la malversación de fondos públicos. Por supuesto, el antiguo tesorero del PP, pese a su parecido con el mafioso de Los Simpson, es un personaje mediocre e insignificante en comparación con Don Gonzalo Fernández de Córdoba, que le vaciló nada menos que a Fernando el Católico. Servía a mi propósito, pero poco más. Es una excusa para hablaros de historia, a decir verdad. Un pretexto. Y ésta es la máxima: conocer un pasado glorioso frente a un presente aburrido; frente una moderna actualidad que recoge las migas que quedan de la tierna, perfumada y sabrosa hogaza histórica.
No obstante, este 2019 ha irrumpido en la historia de España con una fuerza que, si bien era previsible en su gran parte, no acababa de vislumbrarse con la nitidez necesaria. Habrá quien se indigne, habrá quién exija cabezas cortadas en bandejas de plata; habrá quien apele a la historia, real o ficticia; habrá el que se mantenga fiel a la legalidad vigente; habrá el legitimista, el que justifica el legalicidio; habrá el que haga espectáculo; e incluso habrá el que se desdiga por cobardía. Habrá, al cabo, actuaciones tan diversas como colores -o como culos, utilizando una expresión más castiza-, interpretaciones variopintas y hablillas de muy diversa naturaleza, tanto de los actores como del público de la obra. Pero el hecho cierto es que la Causa Especial nº 20.907/2017 que se sigue ante el Tribunal Supremo contra el Govern de la Generalitat de Catalunya, en pleno, que declaró unilateralmente la independencia de Cataluña el día 27 de octubre de 2017 tras la celebración de un referéndum el día 1 de octubre de 2017 es pura historia de España.
Por supuesto, no voy a entrar a valorar ni la pertinencia del juicio, ni la bondad de los acusados, los acusadores o el propio Tribunal, ni voy a iniciar una serie interminable de disquisiciones profesionales sobre cuestiones de carácter procesal, formal, material, conceptual y epistemológico. Éste no es el objeto del artículo. Cada cual tendrá su propio criterio para valorar lo que allí se encausa, ya sea el qué, el cómo, el por qué o incluso el quién. El asunto que a mí me interesa, a los efectos pretendidos, es el objeto subyacente de este proceso penal. No es la rebelión. No es la desobediencia. No es el incumplimiento de la Ley. No es si una declaración política tiene consecuencias jurídicas. No es lo contingente de los actos de los acusados. El objeto de fondo de este procedimiento judicial es la soberanía nacional. Es lo que está en juego.
A mí, si os soy sincero, me agota esta palabreja. Me hastía. Me da pereza entrar en el gazpacho conceptual que hemos creado en este país. Hay personas que no se sacan esta palabra de la boca, pero yo no la saco más que cuando es necesario, como en el presente artículo. No obstante, me guste o no, es un asunto de radiante actualidad y cuyo debate, en torno al independentismo catalán, deberemos afrontar seriamente en España. Por supuesto, existen elementos distorsionadores que echan más leña a un fuego, como los nacionalismos excluyentes, de un bando y del otro; existen, asimismo, los habituales pescadores en río revuelto, políticos y cantamañanas que medran en el caos generado y que no tienen la más mínima voluntad de solucionar un problema que, a la postre, han creado; y existen personas absolutamente radicalizadas que abominan de cualquier argumento racional u objetivo y que aplican el principio, tan futbolero, de Viva el Betis, manque pierda; pero algún día, de alguna forma, deberá solucionarse este entuerto.
La parcelación de la soberanía nacional es una de las soluciones. No la deseable, al menos según mi criterio, pero es un medio para resolver un conflicto frente a la aplicación implacable, automática y acrítica de la Ley, que tampoco es lo deseable El conflicto de fondo es político, no jurídico, por lo que, aunque se condene por sus actos a los líderes que hayan incumplido la Ley, el problema subsistirá, y puede que se agrave. Con ello no quiero liberar de responsabilidad a las personas que hayan antepuesto la supuesta legitimidad contra la legalidad, vigente, sino ofrecer, a nivel general, otra suerte de solución más profunda, más de fondo, más duradera que la contingencia de los hechos consumados. Por ello, el Tribunal Supremo decidirá sobre hechos, pero el fondo es lo que debería interesarnos, más allá de su resultado.
Y ese fondo viene de lejos, creedme. No obstante, este debate soberano, a finales del siglo XVIII, era muy distinto. En aquella época, el asunto de la soberanía era mucho más sencillo: la misma se ejercía de abajo a arriba o de arriba a abajo. Y ahí fue donde la población dio un fuerte puñetazo sobre la mesa en aquella revolucionaria y fascinante Cádiz de 1812 parte darle la vuelta a la tortilla soberana (me gustan las referencias gastronómicas, que le vamos a hacer). Porque la Constitución que allí se aprobó (en adelante, me referiré a ella como la CE-1812) precipitó un cambio absoluto en el concepto de soberanía de la nación española. Allí, en Cádiz, en aquella época, se bregaba algo que hoy vemos incuestionable, pero que en un momento de la historia tuvo que cuestionarse: el Rey o el Pueblo.
Posteriormente, como veremos, por razón de la infame derogación de esta Constitución y la vuelta al absolutismo, entró en juego una problemática de similar naturaleza a la actual: se produjo la independencia de la práctica totalidad de los territorios americanos. Y de ello podremos sacar algunas conclusiones o, al menos, notas a pie de página.
En cualoqui9er caso, empecemos por el principio. Con la soberanía, con el germen de todo poder público, con el primer artículo de cualquier Constitución que se precie, entramos en el análisis material de la C-1812. Que ya va tocando, ¿no?
LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1812
La soberanía nacional
Antecedentes
Sobre este particular, la Real Academia de la Lengua Española define la palabra soberanía, en su segunda acepción, que es la que nos interesa, como el “poder político supremo que corresponde a un Estado independiente”. En cuanto a qué es el poder, la misma Entidad señala, en su primera acepción, que significa “tener expedita la facultad o potencia de hacer algo”. En definitiva, la soberanía se refiere a quién ostenta el poder político y qué facultades tiene este poder. Cómo se ejerce. Hasta dónde llega. Y ahí, en el quién, es donde debemos centrar nuestro análisis.
En España, la soberanía, desde su fundación hasta finales del siglo XVIII, la ostentaba la Monarquía. Con mayor o menor acierto, eran los Reyes los que ostentaban los tres poderes de la nación: legislativo, ejecutivo y judicial. Hacían las leyes, las ejecutaban y procuraban su cumplimiento. Por supuesto, había muchos matices: los nobles tenían mucho que decir al respecto, así como los gremios de artesanos, los diferentes consejos regionales y nacionales, entro otras instituciones sociales o fuerzas vivas que contrarrestaban el poder del Rey. Lo que acontece, verbigracia, en Canción de Hielo y Fuego, no es una invención de George R.R. Martin. Así funcionaba realmente la Edad Media y buena parte de la Edad Moderna; dragones aparte, claro está. El juego de tronos no implicaba sólo al Rey.
No obstante, iniciado el siglo XIX, lo que nos encontramos en España es una Monarquía muy debilitada y casi patética: Carlos IV era un perfecto imbécil que dejó su gobierno (y se dice que el pubis de su legítima) a un guardia de corps venido a más llamado Manuel Godoy, de ingrato recuerdo para todos. Su primogénito, el Príncipe de Asturias, que llegaría a ser el futuro Fernando VII, era conocido por ser una persona sin escrúpulos, traicionera, que depuso a su propio padre, que le lamió las botas a Napoleón y que, pese a los intentos del pueblo español, resultó ser un monarca absolutista nefasto que cercenó cualquier atisbo de modernidad, incluida la Constitución que ahora analizamos. El Rey Felón, como se le conocerá históricamente.
Lo único gracioso de este desgraciado era que tenía la polla absurdamente larga y gorda en la cúspide, lo cual le impedía tener relaciones sexuales satisfactorias. Y no, no penséis en el pene grande y bien formado de un negro, que, siendo grande y grueso, tiene proporciones adecuadas y aspecto formidable. En su caso, y según narran las crónicas, era estrecho en la base y se iba agrandando de manera caballuna hasta alcanzar un glande que parecía un coco. Repugnante, por supuesto, muy propio del cuerpo que tenía pegado ese abyecto pene. Lo mejor es que, tratándose de un Borbón, no poder mojar su pluma en tinta le reportó harta frustración. Que se joda. Algún día os explicaré la historia de la pobre María Josefa Amalia de Sajonia.
En fin. El caso es que, a principios del siglo XIX, la soberanía de España estaba en manos de estos anormales profundos; y tras su bajuna abdicación, la soberanía de España pasó a José Bonaparte, hermano de Napoleón, que nominalmente se convirtió en Rey de España. Y es aquí, queridos lectores, donde cobra especial importancia la C-1812. La soberanía formal podría ostentarla Pepe Botella, por supuesto, pero el pueblo español, desde Cádiz, estableció por primera vez en la historia de España que la soberanía residiría en el pueblo español.
Regulación constitucional
A decir verdad, esta sentencia no la encontramos de modo tan explícito en la CE-1812, como sí encontramos en el artículo 1.2 CE-1978 (“La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”), sino que se desprendía de la lectura conjunta del artículo 1 CE-1812 (“La Nación Española es la reunión de todos los españoles de ambos Hemisferios”), del artículo 2 CE-1812 (“La Nación Española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona”) y del artículo 3 CE-1812 (“La soberanía reside esencialmente en la Nación y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales ”). Por tanto, la soberanía pertenece a la Nación, que se compone de la reunión de todos los españoles. Se reconoce, en consecuencia, la soberanía popular, despatrimonializando la idea de nación; lo cual, aunque parezca menor, es muy importante, pues implica que nadie podrá irrogarse un derecho patrimonial de la soberanía. La misma se adquirirá en base al concepto de ciudadanía, que ya veremos en artículos posteriores.
Así que sí. Ambas constituciones, en cuanto a la soberanía nacional, dicen exactamente lo mismo. Parten de la misma base fundamental. Y ello no debemos verlo como un anacronismo de la actual, sino como un marchamo de modernidad absoluta de la de Cádiz, que pasaba de un régimen absolutista a la régimen basado en la soberanía popular. En definitiva, introducía a este país en el liberalismo político, sobre el que hemos construido una sociedad más justa hasta llegar a la actual partiendo de la misma premisa: el reconocimiento de la libertad del individuo para gobernarse a sí mismo y, a su vez, el reconocimiento de su capacidad de gobernarse colectivamente. Todo este sistema se fundamenta precisamente sobre este pilar, que es conditio sine qua nom de todo lo demás.
La España de los dos Hemisferios
Hoy en día nos llamará la atención, lógicamente, que el primer artículo de la CE-1812 se refiera a ambos Hemisferios. Mucho queda en América de España, tanto en lengua, costumbres, cultura e historia, pero el vínculo nacional se desmoronó, precisamente, durante este siglo XIX en el que se aprobó la CE-1812. En concreto, la concatenación de independencias americanas de la Corona Española fue un descalabro sin solución de continuidad durante el reinado de Fernando VII e Isabel II: desde la independencia de Argentina, en 1810, hasta la Guerra de Cuba, en 1898, se perdió absolutamente todo el territorio americano.
Por supuesto, no es momento ni lugar para analizar los motivos, la legitimidad, las influencias externas y las actuaciones de la metrópoli que llevaron indefectiblemente a la independencia de los países que hoy configuran la América Latina; baste decir, en todo caso, que, de haberse llegado a aplicar la CE-1812 de manera continuada en el tiempo, con el pertinente desarrollo legal y social, la historia podría haber cambiado notablemente a favor de mantener la unidad territorial de la España americana con la metrópoli europea. Pero ganaron los de “las cadenas”, como veremos, y toda esta metodología parlamentaria liberal se fue, utilizando una expresión americana, al guano. Los propios parlamentarios criollos que crearon esta moderna Constitución se vieron en la obligación de convertirse en líderes de la autodeterminación de sus regiones americanas, al ver como España volvía a las tinieblas.
El caso es que, durante los años en los que se preparó, redactó y aprobó la CE-1812, el sentir de los representantes americanos era reformador, unitario, fundamentado en una hermandad de siglos de convivencia común. Ello no significa que no existieran problemas de hondo calado o, cuanto menos, negras nubes que se atisbaban en la brumosa lontananza venidera, pero la voluntad constructiva existía. Y así quedó constancia. Sírvanos como ejemplo de este sentir americano el discurso que pronunció el 6 de abril de 1811 el más notable de los criollos que participó en las Cortes de Cádiz, D. José Mejía Lequerica, al que conocimos en el artículo precedente: “Si esto se logra (ganar la Guerra contra los franceses) la América tiene que esperar infinitos bienes que no ha conocido hasta ahora, que serán consecuencias precisas de esa liberal, benéfica y grandiosa constitución, que solo divisaron entre sombras nuestros mayores; pero que, aun antes de vería formada, ya la palpamos nosotros, y queda asegurada para nuestros nietos,- ¡gracias a la entereza y sabiduría de los representantes del pueblo!-. (…) Cayeron para siempre los restos de las cadenas, que oprimían a los respetables hijos de los primitivos señores del nuevo mundo. (…) En los futuros Congresos no habrá más diferencia en la representación nacional que la del número de las poblaciones, siempre proporcionado fertilidad y civilización de los pueblos. De un momento a otro espero también ver igualados ambos hemisferios en la gobernación, en el comercio y en los demás derechos y prerrogativas”.
Contrasta dicho alegato, más prospectivo y anheloso que fundamentado en las carencias del presente contingente, con el testimonio prestado por otro diputado americano al que conoceremos sucintamente en este artículo: el mexicano D. José Miguel Guridi y Alcocer. Nacido en 1786 en la ciudad de San Felipe Ixtacuixtla y doctorado en Teología por la Universidad de México D.F., llegó a presidir las Cortes de Cádiz el día 24 de mayo de 1811, demostrando ser un fiel defensor de la igualdad, de la abolición de cualquier grado de esclavitud y del liberalismo económico, muy influenciado por la doctrina de Adam Smith. Como diputado de las Cortes Extraordinarias de Cádiz, presentó no pocas proposiciones a favor de la igualdad entre españoles europeos y americanos, conocedor de los abusos existentes y de algunas dinámicas que habían precipitado, por ejemplo, la sublevación de la región que acabaría constituyéndose en la actual Argentina. Ponía sobre aviso a los diputados.
En concreto, conozcamos su pensamiento por mediación de un discurso parlamentario que realizó en Cádiz en fecha 9 de enero de 1811: “Todos los diputados de América estamos conformes en las proposiciones presentadas V.M. El blanco principal, el fin último a que aspiran, es el bien de la Metrópoli. Mas su prosperidad no puede conseguirse sino procurando la de las Américas. El fuego que se ha encendido en aquellas vastas regiones y que, a la manera de un torrente va abrasando provincias enteras, no puede apagarse, sino del modo que se expresa en las proposiciones. (…) Señor, las prohibiciones, las limitaciones embarazan mucho a los americanos: su terreno es feraz en la superficie, y riquísimo en sus entrañas; mas se les ha prohibido criar muchas plantas; y aun se les ha mandado muchas veces aserrar las cepas. (…). Están dotados de talento perspicaz, y de ilustración nada vulgar; y con todo es muy corto el número de americanos que están colocados respecto del de los europeos que allá ocupan puestos superiores, virreinatos, intendencias, togas, grados militares. (…) El único modo de salvar las Américas es acudir a curar esta es la sanción de las proposiciones presentadas. Estas se reducen a la igualdad de derechos en los frutos y en los destinos hasta donde alcance su industria, y permutarlos o venderlos a quien los necesite; así como igualdad en los puestos para que se premie a les que lo merezcan, sin que les sean antepuestos otros solo por ser europeos”
Más beligerante era el chileno D. Manuel Gormaz Lisperguer que señalaba lo siguiente en el marco de un debate sobre la solicitud de mayor representación americana en la elaboración de la Constitución: “Los españoles pelean no como en la guerra de sucesión, cuando en lo que menos se pensó es en sus propios derechos; pelean por cortar la cabeza al despotismo y a la arbitrariedad. Lo mismo ha conocido América y justamente la España es la que abre el camino para todo lo que está haciendo. La España tomó vigor y lo mismo quiere hacer la América. España le ha dicho: Ya eres libre, ya se acabó el despotismo. Sí, Señor, se lo ha dicho, ¿pero han correspondido las obras a las palabras? Todo lo contrario: se ha pasado aquel momento en que se le halagó, y las obras están tan distantes que lejos de haber calmado el despotismo, nunca ha habido en América más injusticias que las que hay en el día. Ve el desprecio con que la tratan sus mismos hermanos: todo esto lo conoce; y ¿es extraño que sacuda este yugo? (…) ¿Y cuál puede ser el remedio a tanto mal? la igualdad en todos los derechos que gozan los españoles, las mismas gracias, la misma libertad y que tengan parte como ellos en la constitución”. No me valen los discursos paternalistas, venía a decir, ni las promesas a futuro; obras son amores y no buenas intenciones, etcétera. Lo de siempre, vamos: Dios dijo hermanos, pero no primos.
A través de estos tres fragmentos, emitidos por diferentes personalidades americanas de variado origen (Ecuador, México y Chile), podemos acercarnos al sentir americano en el momento en el que se estaba desarrollando la CE-1812. Podemos conocer, de cerca, que en América no había un problema de soberanía, sino problemáticas derivadas del bienestar de los individuos. No era un problema de quién, sino de cómo. Los americanos querían representatividad. Querían igualdad de derechos y posibilidades. Querían que las palabras se convirtieran en hechos. Querían, al cabo, ser ciudadanos españoles a todos los efectos, extirpando de la España moderna que propugnaba la CE-1812 todo rastro de colonialismo pasado.
Todo ello, con sus más y sus menos, sus discusiones parlamentarias y sus concesiones, tuvo su respaldo legal en la CE-1812; principalmente, en los artículos 1 y 3 de la misma, que reconocía su plena soberanía como parte del pueblo español -sin perjuicio de otros desarrollos normativos propios de la organización interna del Estado que veremos en otros artículos o el propio concepto de ciudadanía previsto en el artículo 4, que analizaremos de manera específica en el artículo siguiente-. Todo ello, en definitiva, se llevó a la práctica tras la aprobación y promulgación de esta Constitución; si bien, como ya imaginaréis, este periodo fue demasiado breve para sanar ninguna herida.
La vuelta al absolutismo y la disgregación de la soberanía
En abril de 1814, tras ser liberado por Napoleón, el deseado Fernando VII regresó a España para reclamar su corona, que había sido reconocida por Napoleón tras asumir su derrota tanto en Europa como en su país vecino. De manera sorprendente, no se desplazó directamente a Madrid, sino que hizo su entrada triunfal en la ciudad de Valencia el día 16 de abril de 1814, donde recibe un texto que pasará a los anales de la infamia española: El manifiesto de los persas. Este execrable documento, que había sido redactado por diputados absolutistas, sirvió de pretexto y de base al inefable Fernando para dictar el Decreto de Valencia de 4 de mayo de 1814, que se publicó en la Gaceta de Madrid el día 11 de mayo de ese mismo año, cuya parte dispositiva rezaba: “declaro que mi Real ánimo es, no solamente no jurar ni acceder a dicha Constitución, ni a decreto alguno de las Cortes generales y extraordinarias ni de las ordinarias actualmente abiertas (...), sino el de declarar aquella Constitución y aquellos decretos nulos y de ningún valor ni efecto, (...) como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio del tiempo, y sin obligación en mis pueblos y súbditos de cualquier clase y condición a cumplirlos y guardarlos.” Y toda esperanza liberal se desvaneció como el humo de un cigarro con esta perniciosa restauración absolutista.
Por ello, los americanos no obtendrían ni representatividad, ni igualdad, ni hechos consumados. No se atendieron sus demandas; de hecho, todo lo contrario. Y pasó lo que tenía que pasar. La parcelación y desintegración de la soberanía nacional española en América no tuvo nada que ver con nacionalismos: fue causa del desdén, arrogancia y despotismo de unos gobernantes que destruyeron esa España que pudo ser y que no fue; que acabaron con esa España que reconocía América no como una colonia, sino como parte de sí misma, bajo el paraguas del liberalismo político. Aquella soñada España liberal se apeaba forzosamente del tren de la historia para volver al medievo. A “las cadenas”.
¿Y qué pasó con los diputados que hemos mencionado? D. José Miguel Guridi y Alcocer acabó siendo el presidente de Congreso Constituyente del Imperio Mexicano en 1822, tras la independencia de este estado americano, totalmente resignado contra la metrópoli. D. Manuel Gormaz Lisperguer fue diputado en el Congreso General Constituyente de la República de Chile en 1828, tras su independencia, sacudiéndose el yugo al que hizo alusión en su intervención. España, a veces madre y siempre madrasta...
“Quien no conoce la historia está condenado a repetirla”. Esta frase se atribuye a muchas personas, pero quiero pensar que la dijo el filósofo español George Santayana varias décadas después de los eventos de la Cádiz constitucional. Desconozco el contexto en el que esa frase sentenció con meridiana lucidez la ignorancia histórica con la repetición de errores pasados; pero es tan veraz que tanto me da. Es válida en cualquier época histórica. Y es una receta que bien podría recetarse a los dirigentes políticos actuales.
Por supuesto, sé que el independentismo catalán y vasco son principalmente ideológicos y se fundamentan sobre la costumbre, la lengua y las particularidades culturales más que sobre motivos objetivos. Sé que, en realidad, los orígenes de estos independentismos españoles modernos tienen más que ver con el carlismo, esencialmente conservador, que con el liberalismo. Por ello, no podemos hacer una comparación entre los procesos de independencia americanos con los independentismos que se producen en la metrópoli. No es en ellos en quien me centro. No es a ellos a los que apelo. Sino a España.
Enjuiciar y condenar los hechos que, presuntamente, han perpetrado los líderes independentistas catalanes es una actuación jurídica que, para los poderes públicos ordinarios, resulta casi una obligación. No obstante, los poderes públicos políticos, decisorios, que definen las líneas maestras del destino de la nación, no pueden quedarse aquí. Deben ir más allá. Hay un problema de fondo que merece una solución. No sé cuál, ni es mi trabajo proponerlo, pero negar el problema de fondo tapando con las manos los agujeros que van saliendo en la quilla de un barco a la deriva mientras se pretende combatir un nacionalismo fanatizado con otra suerte de nacionalismo fanatizado es una receta perfecta para el desastre. Hay que frenar el péndulo que pasa de la acción a la reacción antes de que se rompa. Y necesitamos altura de miras, lucidez, inteligencia.
Necesitamos otra Cádiz.